miércoles, 20 de noviembre de 2013

Morderse la lengua


Morderse uno la lengua, esa suele ser mi actitud, pero hoy no puedo.

Vivimos en un mundo en el que el recurso más empleado con el beneplácito del auditorio asistente del momento en cuestión (baste decir que hoy los auditorios están masificados por aquello de las redes sociales) en que a alguien, que cuenta con el respeto de la mayoría de la opinión pública, se le ocurre abrir su boca, es la culpa. Pero no la propia, no, que esa pocas veces se admite, sino la de los demás. De todo tienen la culpa los demás. Espero me perdonen, pero el más simple de los comentarios, hecho por cualquiera sin la más mínima intención, me saca de mis casillas cuando la culpa recae sobre los de siempre, los alumnos. Las únicas víctimas de un  sistema educativo y social que los ningunea, que obvia sus inquietudes y necesidades, ralentizando si hace falta su desarrollo y madurez en aras de un sistema capitalista feroz, al que todos nos hemos enganchado y del que no podemos prescindir porque en la historia de la humanidad, y eso que no sé mucho de historia, con la de mi propia familia me basta y sobra para saber, que nunca vivir salió tan caro, económicamente hablando.


Se mire por donde se mire, y desde mi punto de vista, el niño es la gran víctima en todo esto. Que se ha quedado sin calle, sin juego libre, organizado y planificado por sí mismo, sin "días sin prisa y tardes de paz" (como cantara Luz Casal), sin tiempo para no hacer nada, (nada es un concepto que en el desarrollo lleva implícitas otras tareas mucho más gratificantes, llámense poner en práctica su imaginación y creatividad porque sí). Y, en cambio, tiene que cumplir con horarios laborales propios de adultos, porque a los niños hay que dejarlos en algún sitio colocados. Se han quedado sin figuras educativas de referencia, solo cuentan con unos cuidadores temporales, que están tan ocupados, que el poco tiempo que les queda es para consentirlos y no consentir que otros (en los que se ha dejado la responsabilidad de su educación) los eduquen (paradojas del tiempo que nos ha tocado vivir). Porque educar no es ni fácil ni agradable.  Es duro y requiere una implicación de toda la vida, y hay que enfadarse, ser justo y ecuánime, comprensivo, flexible y tolerante, a la vez que firme y, en ocasiones, también un poco intransigente. Como he dicho, no es fácil. No hablemos de culpas ajenas, por favor, y reflexionemos sobre las culpas propias. Porque en esto, todos ponemos nuestro granito de arena. Y no olvidemos que, tanto los niños como los adolescentes, son el resultado de un proceso de desarrollo en el que están implicados muchos estamentos de la sociedad. No  les carguemos con esa culpa, porque cargar con una culpa es la carga más pesada que se lleva a la espalda y, más aún, cuando no es nuestra. 

Ayer tuve miedo. Tuve miedo cuando una persona me contó una situación que le había tocado vivir, y aún estando en contra de todos y exponiendo a su propia prole, se enfrentó a todos y no solo dio su opinión sino que trató de cambiar esa situación, cosa que hay que decir que no pudo. No pudo porque ante sus argumentos de lo más lógicos, razonables y coherentes la única respuesta que recibió fue: "no pienses tanto. Tu problema es que piensas mucho".

 Que cada quién piense lo que quiera sobre esto y lo relacione con lo anterior como considere. 

viernes, 15 de noviembre de 2013

El viajero

Cuando regresé a casa y crucé el umbral de la puerta comprendí, de nuevo, que nada había cambiado. Aquella silla destartalada, cubierta de papeles sobre ella abandonados, ocupaba el mismo espacio que ocupaba cuando partí, las figuritas que poblaban el mueble de la estancia principal, permanecían inamovibles, la  lámpara, cubierta de telas de araña y polvo, única muestra de que el tiempo había pasado por allí, arrojaba la misma luz mortecina y agónica, aquel cuadro colgado sobre el sofá, de marco dorado y mostrando una escena de caza. Desde niño odiaba la escena de crueldad que mostraba, disfrazada de una inocente función decorativa. Decorar las mentes de sus espectadores con situaciones cotidianas que van conformando la normalidad. Todo parecía igual, todo era igual. Hace tiempo que decidí dedicar mi vida a viajar, a conocer un mundo que se muestra infinito. Puedo poner rumbo al mismo país varias veces, procurando permanecer en lugares distintos de su geografía y comprobar así, una y otra vez, que todo es diferente, que el mundo está lleno de circunstancias que forman un collage maravilloso en el que ningún color, ningún olor, ninguna huella, ningún amor son iguales. Excepto yo. Vivo con la idea ilusoria de que cuando parto de mi hogar, de mis amigos, de mi familia, dejo de ser yo, que cuando llego a esos otros lugares, extraños, rayando a veces la excentricidad, según mi propia escala de valores, me convierto en un ser como ellos, nuevo, fascinante, inquieto, interesante, al fin y al cabo.

Antes la magia radicaba en el propio viaje, en el que si la distancia a recorrer era muy grande, podías estar meses andando un camino que te iba permitiendo empaparte de todo cuanto había alrededor e ir asimilando y digiriendo todo lo nuevo de una forma suave, sutil, sosegada. Ahora todo es distinto. La inmediatez del viaje, un mero instante, permite sentir una hermosa extrañeza, inmerso, de un momento a otro, en una situación totalmente inédita, ajeno a todo, a rutinas, a caras, a sonidos, a olores, todo insólito, todo singular y desconocido. Aunque debo partir pronto. No debo permitir que el tiempo se instaure en esta nueva situación y me descubra. Me quite la máscara y me deje al descubierto viendo que soy yo, la misma persona de siempre. Quizás con unas arrugas y canas de más, pero con las mismas manías, los mismos pensamientos y las mismas inquietudes. Siempre el mismo y rodeado de las mismas circunstancias. No consigo acomodarme a esa comodidad. Envidio a las personas que son capaces de vivir tranquilamente su día a día sin reproches, sin aburrimiento. Son quienes son y no necesitan estimular su vida con la inyección de situaciones novedosas y excitantes.

Regreso una y otra vez a mi casa, y en cada regreso descubro que siempre todo es igual, como si el tiempo no hubiera pasado, como si nunca me hubiera ido. Que todo está en el lugar en el que yo decidí que estuviera y que sigo siendo el mismo. La misma y única persona que me he permitido ser o que puedo ser, porque quizás es que no pueda ser otra persona.

Me dirijo al mueble, cojo un portarretratos y observo la imagen detenidamente. Soy yo en uno de mis tantos viajes. En ella puedo observar como mi pelo era despeinado por la brisa marina y mis ojos  se hayan sumergidos en el inmenso mar que lo rodeaba todo en aquel barco. Puedo ver el miedo en ellos. Conozco muy bien ese miedo, el único que me hace moverme incansablemente pero del que no puedo escapar, el miedo al regreso, el regreso a mí mismo. 






martes, 5 de noviembre de 2013

A la sombra

La vida ha pasado.
Muere la luz como muere el verano,
y yo, con él un poco muero,
obedeciendo el mandato de un día
que empuja a la ensoñación, al engaño,
busco un remanso.

Como dijera Manolo García:
"Soy tabla de mi propia salvación".

Y si amanece huérfano el día,
la música será el hada madrina.