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Eso fue lo
último que escuchó antes de que su pensamiento volase lejos. Tan lejos que
apenas podía recordar a aquellos que conformaron su universo, sus amigos,
cuando no eran más que adolescentes en una lánguida tarde primaveral, sentados
en un banco del parque fantaseando sobre su futuro. Fue entonces cuando supo
que todo lo que ansiaba en la vida era ser una madre.
Acababa de
salir de la consulta del psicólogo. Hacía una semana que le habían dado el diagnóstico
definitivo. No podría ser madre. Así, sin más. Todos los cimientos sobre los
que se sustentaba su vida se habían desmoronado, y aunque sabía que la única
opción que quedaba era recomponerlos y empezar de cero, solo necesitaba unos
minutos, solo unos minutos.
Caminó ausente
hacia el banco en el que todo empezó, aquel en el que el verano huele a sauce
siempre. Se sentó y en un profundo suspiro que inundó el aire, acunó amorosamente
a esa niña que nunca llegaría a ver, y arrulló con ternura a ese niño al que
nunca podría acariciar. Aunque sabía que jamás dejaría de amarlos, porque el
amor tiene múltiples formas de manifestarse y son muchas las diferentes maneras
de ser madre.