Capítulo IV: La dilatación
Imagen de Vicoolya & Sia |
V. El parto
Si hay algo que una
bruja no hace nunca es dar explicaciones.
Su comportamiento está
siempre perfectamente meditado, reflexionado, medido y calibrado, sabe colocar
cada cosa en su momento y cada momento en su lugar, para eso es bruja y habla y
escucha a su madre, la naturaleza. Virginia estaba donde debía estar y estaba
del modo que a ella le venía en gana, que no era ni más ni menos que el modo
natural de las cosas, de sus cosas.
Marcelo,
hombre de ciudad, acostumbrado a vivir del modo que van marcando los cánones,
solo se permitía salirse unos milímetros del camino establecido para el hombre
maduro en la soledad de su casa, y no siempre, por no tildarse a sí mismo de
loco. El hombre maduro suele pensar que no es un verdadero hombre hasta que se
ha deshecho por completo del niño que en los comienzos fue, perdiendo así toda su naturalidad, su
inocencia, su capacidad, al fin y al cabo, de maravillarse con lo que le rodea
y con las cosas que le suceden y actuando con bondad, volviéndose así un poco amargado, escéptico y
descreído. A Marcelo le había llegado la hora de quitarse sus ropajes urbanitas
y convencionales y de quedarse desnudo. Y así, durante los meses que se
sucedieron tras su llegada, aprendió a vivir con ella, no solo porque no
hubiera otro camino que seguir sino porque era el único que le parecía que era
el correcto, y se preguntaba por qué el resto del mundo no se daba cuenta de
ello. Vivía dejándose llevar y la libertad y miscelánea se instauraron en
su casa y en su vida. Lo mismo una mañana mientras aseaba la habitación lo
sorprendía el maullido incesante de unos
pequeños gatos que, de pronto, aparecían en un rincón, y a los cuales debía
alimentar y cuidar él mismo, que lo mismo despertaba a media noche
sobresaltado, y pensando en un primer momento, que una nave alienígena lo
estaba abduciendo con cabaña incluída, porque todo a su alrededor refulgía en
azules, rosas, verdes y amarillos, formando de forma secuencial distintas
figuras geométricas al igual que su caleidoscopio. Estaba en el
interior del mismo, y escuchaba, dentro de su cabeza, exclamaciones de
fascinación, tal y como fueron las suyas de niño cuando lo tuvo delante de sus
ojos por primera vez. Las risas surgían inesperadas de cualquier parte,
inspiradas por cualquier descubrimiento, una expresión desconocida en
cualquiera de sus novelas, el contoneo de una salamanquesa que echaba a correr
despavorida ante el zarpazo de uno de los pequeños felinos, acompañado de un
“¡corre, corre, qué te pilla!” procedente de quién sabía dónde, carreras nerviosas cuando, sin él siquiera
intuirlo, la cogía desprevenida. A veces, ella le recordaba a un pequeño
animalito descubriendo el mundo, con esa misma inocencia. Virginia estaba
impregnada en todo lo que lo rodeaba, hasta en él mismo. La oía, la olía, la
sentía y presentía, la soñaba, en alguna ocasión, hasta creyó tocarla, pero aún no había
conseguido verla ni que contestara a sus continuas preguntas e intentos de
establecer un diálogo con ella.
Virginia lo estaba
descubriendo a él y él la estaba descubriendo a ella. Que ella lo amara era su
forma natural, amar a todo lo demás era inherente a su ser mismo, pero que él
la amara a ella fue algo que costó un poco más, ya que Marcelo debía librarse
de sus ropajes pesados, hechos a base de costumbres, de prejuicios, de ideas
equivocadas. Virginia, en su inocencia, lo sabía, pero no tenía prisa, ninguna
prisa, porque las cuestiones del destino llevan su propio pulso, su propio
fluir. Marcelo hablaba con ella, incesantemente le preguntaba por su nombre, la
primera prueba de que aún no estaba preparado. El nombre no es más que un
símbolo, el modo en que los progenitores deciden que su prole camine por el mundo,
no es algo propio, sino impuesto, que
deja de tener importancia cuando lo que hay entre manos va más allá de la
estrechez del mundo humano.
La niña pequeña parecía
ella pero el que estaba aprendiendo era él. Y así lo hizo, como no podía ser de
otra manera siendo quién era y eso, Virginia, lo supo en el momento en que su
llanto cesó y aquel aroma que llevaba escondida la presencia de Brigitte, su
abuela, se lo susurró.
* * * * *
Imagen de Karin Rosenthal |
Marcelo había olvidado
por completo cualquier rastro que pudiese quedar en su memoria y que pudiera ensombrecer su vida ahora. Despertó plácidamente al igual que
llevaba haciéndolo los tres últimos años. Por las rendijas de los postigos de la ventana
entraban los rayos del sol. Pareciera que estaba pendido en el tiempo, mientras
observaba como las motas de polvo suspendidas en la luz, inmutables, ajenas,
continuaban su camino hacia ninguna parte.
Sintió su calor junto a
él, miró a su derecha y allí estaba. Dormía tendida a su lado, hermosa,
virginal. Era la primera vez que la veía y, fascinado, pensó que si los ángeles existían debían ser como ella. Desde que
llegara a la cabaña, a cada momento, se sorprendía sabiendo cosas que él no tenía conciencia de haber conocido
anteriormente y, justo en ese momento, supo que no era la cabaña, sino
ella, ella era la fuente que brotaba caudalosa en sus sueños de ciudad. La
noche de su llegada no había comprendido sus palabras. Embargado como estaba
aquella noche por la emoción no comprendió, necesitaba todo este tiempo, el tiempo exacto. Y justo ahora, al verla allí, al fin, supo de qué se trataba. Ya estaba preparado, sintió una fortaleza dentro de sí que
jamás hubiera imaginado que tenía y, de nuevo, aquel aroma impregnó todo en la
habitación.
- - ¡Despierta!, susurró suavemente al oído
de su hermana. ¡Virginia, despierta! ¡Ven, acompáñame!
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