jueves, 14 de julio de 2016

Vivir en una isla

Cuando era pequeña y llegaba el verano, teníamos por costumbre convertirnos en domingueros. En aquellos tiempos me disgustaba ese calificativo, puesto que nos convertía, al mismo tiempo, en gente de pueblo, que pensaba yo por entonces, con menos glamour que otras gentes, llegadas quizás, de la capital. Primero, éramos domingueros en familia: padres, tíos, primos, vecinos, y gente desconocida; más adelante pandilleros domingueros, para luego pasar a otro nivel, que consiste en pisar la playa de higos a peras, que dice el refrán, al menos en mi caso. Tanto si era en familia como en compañía de los amigos, a la vuelta siempre la acompañaba un sentimiento nostálgico y cierta reticencia a abandonar el lugar. Recuerdo cómo la noche iba cayendo lentamente, y desde mi asiento, con los viajeros en silencio agotados  tras exprimir cada segundo del día,  aprovechado cada rayo de sol, saltos sincronizados con las olas o remolinos de la brisa marina, mecida por el traqueteo del autobús y arrullada por el sonido del motor, veía cubrirse de luces nocturnas el horizonte, y también recuerdo alguna ocasión en la que la luna llena era dueña y señora del cielo tras haber dejado su rastro en esa mancha ahora oscura que era el mar. Era en esos momentos cuando me asaltaba la idea de que, por bueno que hubiera sido el día, me estaba perdiendo lo mejor. Y es que toda una vida distinta se me figuraba en la noche a la orilla del mar. Quizás es por eso por lo que siempre he deseado vivir donde los paseos al atardecer te llenen de fina arena los pies. Hoy formo parte de ese paisaje de luces nocturno, soy una de esas luces encendidas tras una ventana. Y como todo en la vida, hay una gran diferencia entre imaginar y convertir lo imaginado en realidad. Paseo a la hora en la que se encienden las luces, en busca de la arena, y comprendo que la vida no tiene nada de especial en este o en otro lugar, que es el verano, el que con su anhelo de vivir el poco tiempo del que dispone, adorna todo con las mejores galas que nos pueda ofrecer: gentes relajadas. niños arrugados en las piscinas o en el mar..., tanta luz, y música, tanta música por donde quiera que vayas acompañada de coros de niños que al unísono te sorprenden y te arrancan la mejor de las sonrisas,  que llegas a dudar si las melodías que escuchas no sean acordes que exhale el viento con la brisa del mar.