lunes, 30 de octubre de 2017

Los cazadores




                                             


  • Mariana, levántate, que ya han llegado los primeros, - dijo aquella mujer enjuta mientras abría enérgicamente los postigos de la ventana.
  • Hoy no, - fue lo único que respondió aquella casi niña antes de taparse por completo con la cobija de la cama.

Llevaba toda su vida, desde que la gente se empeñó en llamarla santa, atendiendo a todos aquellos que venían en busca de soluciones a sus problemas. Ella, cuando era pequeña creía que la gente estaba un poco mal de la cabeza. Se lo tomaba como un juego, y no podía ser de otro modo porque era tan solo una niña. En cambio, para su madre, aquello fue toda una bendición. Viuda desde que Mariana contaba con dos años, con otras tres hijas mayores, y a cargo de un hermano de su difunto marido que el pobrecito no andaba bien de su cabeza, el hecho de tener una hija santa fue la solución a todos los problemas que a tanta mujer sola en aquellos parajes se le podían plantear. Pero, ahora, Maríana parecía que ya se había cansado de aquella situación que absorbía por completo su vida, y que no la dejaba ser lo que era: una adolescente de diesicéis años, con ganas de ir al baile del domingo, echarse un novio con el que casarse y poder salir de esa situación que estaba empezando a asfixiarla.

  • ¿Cómo que no?, - respondió su madre. Hoy hay más de treinta personas esperando. ¡Cómo que hoy no!, ¡hoy y todos los días!
  • Madre, he dicho que hoy no, - respondió tajante Mariana al borde de las lágrimas.

Acababa de cumplir los cinco años y había salido bien temprano a echarle de comer a las tres escualidas gallínas que tenían como pago por los trabajos de sus hermanas. Ella y su madre cumplían con los pormenores de las tareas diarias mientras que sus hermanas trabajaban en el pueblo. Manuela, había tenido suerte y se había colocado en la casa de un médico en Granada capital. Y las otras dos, Francisca y Antoñita, salían cada mañana a lavar ropas por encargo al lavadero del pueblo y, en las tardes, planchaban.
Estaba Mariana correteando a las gallinas, cuando un hombre se acercó. Ella se paró en seco y estaba a punto de llamar a su madre a gritos cuando el hombre se colocó el dedo índice de su mano izquierda delante de los labios mientras que con la derecha sacaba un libro del bolsillo de su gabán, captando así toda su atención.

  • Niña, ¿sabes qué es esto?, - le dijo con la voz en un susurro.
  • No, - contestó ella echando mano a cogerlo.
  • Esto es un libro, y en un libro puedes encontrar todas las palabras del mundo. ¿Tú quieres aprender a interpretar lo que hay dentro?

Aunque aquel hombre hablaba de forma que a ella le costaba entender, le contestó que sí, porque ningún niño contesta no a un “quieres” dicho con estusiasmo. Así que, así fue como cada día ese hombre acudió a esa misma hora durante el tiempo que Mariana necesitó para aprender a leer, sin que nadie más supiese de aquellas citas.


Fue por casualidad, si es que esta existe, que su madre y hermanas se apercibieran de que Mariana tenía un don. Comenzó a correrse el rumor y bastaron apenas dos meses para que a la puerta de su casa se apelotonaran las personas en busca de aquella palabra mágica que, a modo de consejo les obsequiaba aquella niña, tras escuchar detenidamente su conflicto personal. La gente resolvía sus cuitas en cuestión de días tras la pronunciación de aquella palabra que les abría los ojos con respecto a cómo debían actuar, y así fue como comenzaron a llamarla consejera, pero con el tiempo, pasó a ser una santa. Ella sólo escuchaba y escuchaba, y llegada la noche, para ahuyentar tanta desgracia impregnada en sus células, leía y releía aquel libro que atesoraba escondido tras algunos trastes amontonados en un rincón.

  • ¡Mariana, no me obligues a darte una paliza!, -casi gritó su madre. ¡Te he dicho que te levantes!
  • Y yo le he dicho, madre, que hoy no, ya no, - contestó tranquilamente Mariana.
  • ¿Pero por qué?, - preguntó la madre bajando el tono, tratando tal vez de convencerla.
  • Porque me he quedado sin palabras, sentenció.

Hacía cosa como de seis meses, en que junto con sus dos hermanas decidieron ir a Granada a visitar a Manuela. Ella nunca había salido del cortijo antes y, entonces, al comprobar la inmensidad del mundo, comprendió que su labor como santa había terminado. Sus ansias de comenzar su propia vida habían ganado la batalla. Según iban avanzando montadas en la diligencia, al pasar junto a una venta, una palabra se le vino a los labios: libertad. Y entonces comprendió que ahí tenía que buscar a la persona a la que dejarle el libro, como once años antes aquel hombre había hecho con ella. Y así lo hizo. Cada día al amanecer se desplazó a aquella venta a enseñarle el arte de la lectura a aquella mujer triste que había parido a seis hijos y todos se le habían muerto. No le preocupaba el abandono, en absoluto. Sus fieles no quedarían huérfanos, ya que, al fin y al cabo, todo está en los libros.