sábado, 4 de abril de 2020

Camino sin retorno


Un camino de ida lleva implícito un camino de vuelta. 
Pero cuando partimos no tenemos la certeza de si habrá donde volver. 


El planeta era un lugar casi desierto y devastado. Los peores pronósticos acerca de los cambios en el clima se habían cumplido, más aquellos con los que nadie contaba a comienzos del siglo XXI. La especie humana se iba adaptando pero lo más difícil de afrontar era el lento pero incesante goteo de desapariciones de especies animales, cobijadas todas bajo el mismo Sol. 

Los humanos se aferraban a su supervivencia haciendo uso de todo el saber que a lo largo de toda su indefinible existencia había adquirido, y empleaba todos los recursos de los que disponía en la búsqueda de una vuelta atrás, de una panacea universal que permitiera la cura del hábitat que durante milenios había brindado todo y ellos, sistemáticamente, habían masacrado.

Solo quedaban las ganas de trabajar, en un entorno hostil, para que todo volviera a ser como antes. Habían superado guerras provocadas por la escasez, por los vaivenes de un clima que variaba a la velocidad con la que cambian los colores del cielo en un ocaso estival,  golpeando siempre ferozmente. Habían sobrevivido al éxodo de población de unos lugares ya inhabitables a otros al borde de estarlo. La población mundial mermaba hasta límites insospechados. 

El ser humano sobrevivía de la mano de su mejor aliado, el deseo de supervivencia,  y de su peor enemigo, el miedo. Un miedo ancestral a la muerte, forjado a fuego en cada célula de su ser, magnificado ahora por el miedo a la aniquilación de la especie. 

                                                       
                                                                        * * * * * * 


Domingo, día ocho del segundo mes del año 2112

El campamento base estaba montado lo más próximo posible al lugar donde el barco estaba atracado. No sabían exactamente el tiempo que les llevaría completar la misión, pero debían estar preparados, ya que aquella zona solía ser golpeada por tempestades con bastante frecuencia. 

Eran las cuatro de la madrugada cuando sonó el despertador. Maggie soñaba con su hija, Charlotte. La echaba inmensamente de menos. Tan solo tenía unos meses de edad cuando reclamaron su incorporación. No lo dudó. Su trabajo era mucho más importante si quería dejarle un mundo mejor que el que habían recibido de generaciones anteriores.

Ahora ser madre era casi biológicamente imposible, dado el impacto de las radiaciones solares en los seres vivos expuestos por la escasa protección que la atmósfera podía ofrecer. El caso de Maggie y Axel había sido algo excepcional. 

A las cinco y media todo el equipo estaba dispuesto para salir. El día estaba despejado, lo que les infundió buen ánimo al alejarse del campamento. En grupos de cuatro se montaron en los vehículos blindados, preparados para soportar en cierta media ataques de los elementos, y partieron rumbo a lo que quedaba de la Plataforma de hielo de Ronne, al noroeste del continente antártico.

El equipo de Maggie aún no había llegado a su destino cuando recibieron un aviso por radio. Apenas se entendía lo que decía Muriel por culpa de las interferencias, pero antes de que la conexión se cortara abruptamente, acertaron a escuchar la temida palabra,  tormenta. 

No necesitaron hablar, ni siquiera mirarse para saber que ya estaban muertos. 

Mientras Nadine aceleraba en un intento inútil de encontrar un lugar resguardado, Maggie, René y León se afanaban en buscar en sus ordenadores las coordenadas de la tormenta y del resto de equipos, si es que aún emitían señal. Por suerte, apareció a su derecha una gran oquedad en una mole de hielo bastante próxima, por lo que Nadine se dirigió hasta allí, se adentró todo lo que pudo y detuvo el vehículo lanzando los ganchos de anclaje al hielo. Desconocían la magnitud de la tormenta, por lo que expectantes, se aferraban a la esperanza de que no provocase una gigantesca ola. Durante la angustiosa espera, cada uno de ellos se despidió de su existencia como mejor supo, aferrados a aquello que diera sentido a su vida. Y otra vez el miedo.

Maggie susurraba al micrófono de la emisora de radio unas palabras imperceptibles como una letanía.

Con los ojos cerrados se imaginaba que era Dorothy, volando dentro de su casa al mágico mundo de Oz. No sentía nada, ni el golpe que su cabeza se dio contra la pared del vehículo en el momento del impacto de la gran ola, que en décimas de segundo los sacó a alta mar engulléndolos el Océano Atlántico, ni los continuos golpes de los objetos que volaron en el interior del pequeño habitáculo, ni los gritos de sus compañeros, sus amigos, ni siquiera sabía si gritaba también. Solo veía su casita volar y volar hasta que la masa de agua helada le impidió respirar.


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El regreso de cinco miembros del equipo, de los diecisiete que habían partido, fue un desfile de tristeza ante el comité de bienvenida, formado principalmente, por algunos miembros de sus familias y de las de los desaparecidos, así como el equipo científico, envueltos todos en un mar de lágrimas desconsoladas y cálidos abrazos que intentaban enjugarlas. Otra misión fracasada y, de nuevo, tantas vidas perdidas.

Reunidos en una pequeña sala pudieron escuchar la grabación que habían recibido el fatídico día. Mientras todos mostraban el rostro ensombrecido por la certeza de la pronta rendición, escucharon nítida y claramente la voz de Maggie que repetía: decidle a mi niña que no tengo miedo.

"Si no mueren de amores"*



No era lo corriente ni estaba bien visto por las gentes, pero la amistad que había surgido entre aquellos tres chavales no era fácil de deshacer. Nacieron el mismo año y siendo vecinos desde pequeños, era inevitable que dieran sus primeros pasos juntos en aquella calle empedrada del barrio de San José en Almendralejo.
La asistencia de Pepe y Manolo a la pequeña escuela cuando contaban con seis años, supuso para ellos, pero, sobre todo, para Dolores, un duro golpe. Tenían ya una edad en la que debían empezar a aprender los roles que la sociedad les tenía asignados por sus respectivos géneros. A Dolores no le correspondía ir a la escuela, su obligación era aprender a cocinar, coser, fregar… Aunque su madre no solía darle golpes, la primera mañana en la que los niños se encaminaron a su primer día escolar, se llevó unos buenos azotazos porque por más que su madre tiraba de su mano, ella tiraba aún más, intentando zafarse de la huesuda mano mientras gritaba con un llanto desconsolado, para correr detrás de sus amigos, mientras que los chicos avanzaban mirando hacia atrás con la misma pena ahogada en el pecho que el que se dirige al paredón. Y fue en ese momento cuando aprendieron la primera palabra que les enseñó la escuela: injusticia.
Este hecho marcó el curso de las inquietudes intelectuales de los tres. Se resistían a dejarse envolver por tremendo error que cometían todos a su alrededor de forma tan naturalizada, y la forma de sublevarse contra él, fue convertirse en los maestros de Dolores. Todo lo que ellos aprendían por la mañana se lo enseñaban a ella después.
Pasaron los años, y si en la infancia había sido difícil, en la juventud ya no podía ser. A Dolores no dejaban de merodearla abejorros que ella espantaba con un aplomo que angustiaba a su  madre cada día más. <Verás como la niña se queda solterona>, decía su madre con desesperación. Y es que no sabía de la misa la mitad. Los tres insurgentes, de forma velada, se veían, al menos, tres veces por semana, al abrigo nocturno de la pared del cementerio con la única finalidad de leer, hablar y discutir. Habían inventado su propio sistema de comunicación, dejándose notas escritas en lugares secretos, concretando el día y la hora en que se verían. No tenían miedo de que las descubrieran, puesto que casi nadie sabía leer, y aun sabiendo, no hubieran podido descifrarlas. El ejercicio de aprender en la mañana para después enseñarle a Dolores, los había acabado convirtiendo en unos eruditos a los tres.  
Sus tertulias abarcaban cualquier tema, pero el centro en aquellos días se reservaba para la situación política del país. Habían hablado, discutido tanto que el día que pudieron ir a votar los tres, les supo a gloria bendita. Al fin la mujer podía formar parte activa de la democracia.

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El verano venía muy caluroso y la gente aguantaba la respiración tras lo sucedido los días 17 y 18. Los partes que trasmitían por las emisoras madrileñas no auguraban nada bueno. El miedo y la incertidumbre encogían el pecho de todos y, mientras, los tres amigos elaboraban un plan alternativo en caso de que sucediese lo peor en esa España suya.  
El 7 de agosto, las dudas quedaron resueltas.
El sonido de los cañones a lo lejos les estremecía en su caminar cansado y callado, escondiéndose por los campos, esquivando tiros, comiendo hierbas y bebiendo agua de los charcos. Debían irse. No podían formar parte de aquella barbarie. Ellos no. Ellos que conocían el amor y el respeto. Ellos no.
A la ventura, habían puesto rumbo a Portugal, sin saber que la traición del país vecino les estaba aguardando. A finales de agosto morían degollados a manos de los hombres del comandante Juan Yagüe, el carnicero de Badajoz, mientras, como si de un viento fresco se tratara, un lamento, un llanto o una canción les acarició el alma como una nana:

Tristes, tristes guerras
si no es de amor la empresa
Tristes, tristes armas
si no son las palabras
Tristes, tristes hombres
si no mueren de amores (…) *(Miguel Hernández)