No era lo corriente ni estaba
bien visto por las gentes, pero la amistad que había surgido entre aquellos
tres chavales no era fácil de deshacer. Nacieron el mismo año y siendo vecinos
desde pequeños, era inevitable que dieran sus primeros pasos juntos en aquella
calle empedrada del barrio de San José en Almendralejo.
La asistencia de Pepe y Manolo a
la pequeña escuela cuando contaban con seis años, supuso para ellos, pero,
sobre todo, para Dolores, un duro golpe. Tenían ya una edad en la que debían
empezar a aprender los roles que la sociedad les tenía asignados por sus
respectivos géneros. A Dolores no le correspondía ir a la escuela, su
obligación era aprender a cocinar, coser, fregar… Aunque su madre no solía
darle golpes, la primera mañana en la que los niños se encaminaron a su primer
día escolar, se llevó unos buenos azotazos porque por más que su madre tiraba
de su mano, ella tiraba aún más, intentando zafarse de la huesuda mano mientras
gritaba con un llanto desconsolado, para correr detrás de sus amigos, mientras
que los chicos avanzaban mirando hacia atrás con la misma pena ahogada en el
pecho que el que se dirige al paredón. Y fue en ese momento cuando aprendieron
la primera palabra que les enseñó la escuela: injusticia.
Este hecho marcó el curso de las
inquietudes intelectuales de los tres. Se resistían a dejarse envolver por
tremendo error que cometían todos a su alrededor de forma tan naturalizada, y
la forma de sublevarse contra él, fue convertirse en los maestros de Dolores. Todo
lo que ellos aprendían por la mañana se lo enseñaban a ella después.
Pasaron los años, y si en la
infancia había sido difícil, en la juventud ya no podía ser. A Dolores no
dejaban de merodearla abejorros que ella espantaba con un aplomo que angustiaba
a su madre cada día más. <Verás como la niña se queda solterona>,
decía su madre con desesperación. Y es que no sabía de la misa la mitad. Los
tres insurgentes, de forma velada, se veían, al menos, tres veces por semana, al
abrigo nocturno de la pared del cementerio con la única finalidad de leer,
hablar y discutir. Habían inventado su propio sistema de comunicación,
dejándose notas escritas en lugares secretos, concretando el día y la hora en
que se verían. No tenían miedo de que las descubrieran, puesto que casi nadie
sabía leer, y aun sabiendo, no hubieran podido descifrarlas. El ejercicio de
aprender en la mañana para después enseñarle a Dolores, los había acabado
convirtiendo en unos eruditos a los tres.
Sus tertulias abarcaban cualquier
tema, pero el centro en aquellos días se reservaba para la situación política
del país. Habían hablado, discutido tanto que el día que pudieron ir a votar
los tres, les supo a gloria bendita. Al fin la mujer podía formar parte activa
de la democracia.
*******
El verano venía muy caluroso y la
gente aguantaba la respiración tras lo sucedido los días 17 y 18. Los partes
que trasmitían por las emisoras madrileñas no auguraban nada bueno. El miedo y
la incertidumbre encogían el pecho de todos y, mientras, los tres amigos
elaboraban un plan alternativo en caso de que sucediese lo peor en esa España
suya.
El 7 de agosto, las dudas
quedaron resueltas.
El sonido de los cañones a lo
lejos les estremecía en su caminar cansado y callado, escondiéndose por los
campos, esquivando tiros, comiendo hierbas y bebiendo agua de los charcos.
Debían irse. No podían formar parte de aquella barbarie. Ellos no. Ellos que
conocían el amor y el respeto. Ellos no.
A la ventura, habían puesto rumbo
a Portugal, sin saber que la traición del país vecino les estaba aguardando. A
finales de agosto morían degollados a manos de los hombres del comandante Juan
Yagüe, el carnicero de Badajoz, mientras, como si de un viento fresco se
tratara, un lamento, un llanto o una canción les acarició el alma como una
nana:
Tristes, tristes guerras
si no es de amor la empresa
Tristes, tristes armas
si no son las palabras
Tristes, tristes hombres
si no mueren de amores (…) *(Miguel
Hernández)
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