(…) “¡Ay!,
pensé; ¡cuántas veces el genio
así
duerme en el fondo del alma,
y
una voz como Lázaro espera
que
le diga «Levántate y anda»!”
Rima
VII, G.A.Bécquer
A sus ochenta y cuatro
años era difícil adivinar el color cobrizo de su pelo a no ser por
la espesa barba que cubría la parte inferior de su rostro que,
aunque con abundantes canas también, seguía manteniendo el
pelirrojo que antaño luciera toda su cabellera. Hacía tiempo que su
andar era taciturno y su gesto cabizbajo, y no era para menos. Edward
Murray, había sobrevivido a una guerra mundial y a sus horrores;
formó parte de la 51ª División de Infantería de las Highlands, o
tierras altas de Escocia, entró en batalla en el norte de África,
pero fue enviado de vuelta a casa a causa de un disparo que recibió
en su pierna derecha, herida que aún hoy le sigue informando de los
cambios de tiempo atmosférico con exactitud matemática; así se
libró de formar parte del desembarco de Normandía. Aunque librarse
no era una palabra que le gustara para referirse a este hecho, porque
en su interior sentía la decepción de no poder rememorar el sonido
de las gaitas de su tierra natal en el campo de batalla en un momento
histórico tan señalado. Había sobrevivido también a la muerte de
su esposa, víctima de la gripe, cuando sus dos hijos contaban con
tan solo siete y doce años de edad. A pesar de que hacía casi
cuarenta y cinco años de aquello, seguía conservando su recuerdo
con mucha ternura, ya que se habían casado muy enamorados. No volvió
a casarse, aunque algún que otro escarceo sí que había tenído.
Ninguna otra mujer le había parecido bien para volverse a casar, o
tal vez, es que el matrimonio ya había perdido para él el brillo de
la primera vez. No engañó a ninguna de ellas al respecto, pero es
que tampoco era ningún monje. Y, por último, había sobrevivido a
la muerte de sus dos hijos, a edades bastante tempranas. Uno a causa
de su adicción a las drogas, y el otro, en un desafortunado
accidente de tráfico. Ninguno de sus hijos tuvo descendencia, así
que cada nuevo día suponía para él iniciar un camino con su andar
taciturno y su gesto cabizbajo, puesto que la vida lo había dejado
solo frente a un destino silencioso en una casa silenciosa.
Le gustaba madrugar
bastante y deambular a esas horas en las que el día se confunde con
el ensueño, por la calles de su ciudad natal, Fort William. Hacía
tiempo que el encontrarse con conocidos y entablar conversación con
ellos se había convertido en una tarea ardua que llevar a cabo, y a
esas horas, las personas con las que se iba tropezando no tenían ni
tiempo ni ganas de charla, así que, sin duda, no había mejor
momento para el paseo. Sabía que pronto su tiempo en este mundo se
agotaría, y quería disfrutar a solas de lo único que le quedaba en
el mundo, la ciudad que lo vio nacer y sus recuerdos. Tantas vueltas
le dio a esos recuerdos durante tanto tiempo, que una mañana fría
del mes de mayo algo en su interior cambió. Un acto de rebelión le
llevó a encaminar sus pasos a otras horas hacia otros lugares,
porque sintió el impulso de cambiar sus tediosos días y hacer algo
con su vida, al fin y al cabo, aún no había muerto. No quería que
su paso por el mundo quedase en nada, ni el suyo ni el de aquellos a
los que había amado. Era su particular última batalla contra la
muerte, la muerte de todo lo que acompaña a las personas una vez
dejan este mundo, sus recuerdos, sus inquietudes, sus motivos. Había
decidido iniciar la elaboración de su árbol familiar. No tenía ni
idea de cómo ni por dónde empezar, así que decidió empezar por la
historia de la Tierras Altas a ver si encontraba algún hilo del que
tirar. De la noche a la mañana se volvió el personaje más popular
de la biblioteca municipal, buscando, preguntando, fotocopiando, a
cualquier hora de cualquier día allí lo podías encontrar.
El sábado en que Helen
acudió a la biblioteca para la lectura de una de sus novelas, como
venía haciendo una vez cada cierto tiempo, Edward, levantó la vista
y dejó sus ocupaciones para formar parte del numeroso grupo que
había acudido a escucharla leer. Disfrutó enormemente de aquel
silencio mecido por las palabras, y cuando la lectura terminó, no lo
dudó, se acercó a aquella menuda y rubia mujer, con aquellos
enormes ojos castaños escondidos tras los cristales de sus gafas, y
sin más presentación le preguntó:
- ¿Escribirás tú mi historia?
A lo que Helen, que
llevaba tiempo sin poder escribir nada, le contestó que sí.
Edward, de la mano de
aquella mujer, visitó archivos públicos y registros privados de los
castillos de algunos de los clanes de aquellas tierras, viajó de la
Biblioteca Nacional de Escocia en Edimburgo al archivo de la
magnífica biblioteca municipal de Inverness, hasta que sin darse
cuenta, habían conseguido estirar el hilo hasta finales del siglo
XVIII, donde, definitivamente, el hilo se perdió. Fue el momento en
el que sentarse y comenzar a escribir la parte que a él le
correspondía contar, tal vez la más dolorosa.
Biblioteca pública de Inverness, Escocia |
Habían pasado casi
cuatro años desde su primer encuentro cuando el ímpetu invertido
en aquella empresa comenzó a pasar factura, y con ochenta y ocho
años de edad, Edward murió. A su funeral acudieron todos los
habitantes de Fort William, algunos buenos amigos hechos en Inverness
y en Edimburgo, y los trabajores de la editorial que había publicado
sus trabajos de investigación junto con sus memorias un tanto
noveladas.
A los viandantes que
pasan cada día junto a la biblioteca de Fort William les cuesta no
ver a aquel hombre mayor y aquella mujer joven sentados en una de las
mesas en una esquina de aquella sala con ventanales a la calle, con
las cabezas embutidas en libros y papeles. Pero eso es lo de menos,
puesto que Edward había ganado esa última batalla. Y es que ahora
no descansa, ni lo hará nunca, ya que su nueva morada no es
cualquier cementerio de cualquier lugar, sino uno de los millones de
estantes clasificados que hay en el mundo en ese lugar donde habitan
todos los muertos que nunca morirán, a merced siempre de unas manos
que lo elijan y unos labios que lo lean.
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