miércoles, 29 de mayo de 2013

La espera

La tarde se presenta tormentosa. Con el paraguas bien recogido, colgado de mi antebrazo, me subo el cuello del abrigo y acomodo sobre mi cabeza el sombrero. Es el bombín que me regaló en mi cumpleaños. Habíamos estado bromeando sobre el regalo que nos haríamos cuando llegaran estas fechas. Esa conversación, pasado el tiempo, había desaparecido de mi memoria, hasta que abrí mi regalo y lo vi. Desde entonces forma parte de mi indumentaria diaria dando un giro por completo al estilo con el que antes solía vestir. Soy consciente de que cualquier persona que me vea por la calle dará por sentado mi origen inglés. Esto a mí me hace mucha gracia. 
Llevo ya rato esperando a que llegue, a pesar de que siempre llego tarde, solo por crear una paradoja entre mi vestir y mis costumbres. Supongo que será por ese rasgo de mi personalidad que me impide querer quedar en primer lugar en nada, no destacar. Hay muchas personas que esto no lo entienden, no obstante, de este modo, la tranquilidad se instaura en tu vida, no generando expectativas en nadie. Nada se espera de ti, y así, nada debes a nadie. De esta manera, los triunfos que alcanzas son solo para ti. 
Se está levantando un aire bastante desagradable. Si es que la tormenta se está acercando y el cielo se empieza a mostrar gris aunque aún no muy oscuro. Se pueden percibir por detrás de las nubes los candilazos* que todavía a estas horas, da el sol. Entre el ruido del tráfico y el ir y venir de la gente que inunda la avenida, identifico un sonido que se acerca por la derecha, un rugir que cada vez se hace más cercano hasta que por la otra acera veo llegar una pequeña moto de ciudad, ocupada por dos personas. Justo enfrente, pero al otro lado de la extensa avenida, que se bifurca en dos calles menores en tamaño cuatro pasos más atrás de donde estoy yo, la motocicleta se para. La persona que va atrás, se baja, se quita el casco, y veo que es una chica de melena larga rubia, me embeleso contemplando como se aproxima a darle un beso al que identifico como su novio. Pequeño instante hermoso de despedida interrumpido por el pitar insistente del guardia urbano que desde lejos le hace señas para que siga circulando. Y me apeno por un momento. Qué breve es el espacio de tiempo dedicado a cosas grandes en la gran ciudad. Un sonido conocido me saca de mi ensimismamiento. Otro rugido, pero este menos mundano. La tormenta se acerca por mi derecha. Miro al cielo y observo que ahora  sí se muestra más amenazante. Como si de un reflejo involuntario se tratara, despego mi interés de la calle y lo fijo en el cielo, en espera de aquel relámpago que me dará la situación exacta de la tormenta. Rescato de mi memoria aquellas noches de tormenta estivales, en las que muertos de miedo los niños más pequeños, eran consolados por los mayores, haciéndoles contar los segundos que transcurrían entre relámpago y trueno, tranquilizándolos si conseguían contar más de cinco y elaborando estrategias de cambios de viento si la cuenta era menor. El trueno aún se ha oído vago y lejano, pero tal y como se va poniendo el cielo, creo que poco tardará en llegar. ¡Ahí está! y entonces me pongo a contar: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, et voilá, el trueno. Entonces, si el sonido viaja a la velocidad de trescientos cuarenta metros por segundo y he contado hasta ocho, hago mis cálculos y está a dos mil setecientos veinte metros. Bueno, dos kilómetros y medio, me parece que me voy a poner sopa esperando. Pasa por mi lado un perro callejero. Va deprisa, cabizbajo y con el rabo a medio bajar. Intuye la tormenta y va con prisa en busca de un buen cobijo. Justo en ese momento, pasa una señora con su perro sujeto por una correa, ambos perros se miran, parece como si el labrador de la señora se apiadara de aquel pobre callejero, y entonces siento una profunda tristeza por él, que no ha conocido el amor ni el calor del hogar. Otro trueno. Vaya, ahora no he visto el relámpago, ya no sé cuánto ha tardado. Una furgoneta se para justo a mi lado. Veo las letras que la identifican como la del reparto de medicamentos, viene a dejar los encargos en la farmacia. El chaval se baja de la furgoneta y se me queda mirando. A la gente le llama la atención el sombrero. Me vuelvo a subir el cuello del abrigo, y es que cada vez hace más frío. Abre las puertas traseras y desaparece dentro. Al cabo de unos minutos sale con un cajón lleno de medicamentos. Me vuelve a mirar, aunque ahora más disimuladamente. Suena mi teléfono. Descuelgo:

- ¿Si?- pregunto con agrado.

Pasados unos segundos la conversación ha finalizado. Guardo mi teléfono y vuelvo a echar un vistazo al cielo. Finalmente, parece que no habrá tormenta. 

Una ráfaga de viento cruza la calle y yo acomodo de nuevo mi sombrero. Con paso firme avanzo y me pierdo entre la gente que con prisa se mueve por la calle.

* Candilazo: 1. Arrebol crepuscular. (RAE). 2. Breves instantes de tiempo en que aparece el sol para esconderse triste en días nublados. ( Acepción  oriunda  de mi pueblo y muy utilizada por mi madre).

miércoles, 22 de mayo de 2013

Encadenados

Él siempre quiso ser libre.

Libre para andar por donde quisiera, libre para gritar si la emoción le rebosaba el pecho, libre para agarrar, libre para experimentar, libre para no estar solo, libre para cantar, libre para soñar, libre para disponer de su tiempo, libre para no pedir permiso, libre para besar, libre para llorar, libre para amar a los demás, libre para ser libre y esclavizarse a aquello que le viniera en gana.





Pero todo se truncó con su propio nacimiento.

Horario para comer, horario para dormir, horario para el baño, horario para el paseo. No se permite llorar: "cuando el niño llore le pones en el chupete un poco de miel y se calma", no se permite andurrear: "mételo en el parque y así no te trastea por ahí y no te rompe nada", no se permite no comer: "si no te comes todo no vamos al parque"... Y todos esos libres se convirtieron en " no se puede...", y poco a poco, fue agachando la cabeza y metiendo el rabo entre las piernas, dócil, sumiso, convencido de que las normas son necesarias para un buen funcionamiento de la sociedad. Horarios en casa, horarios en la escuela, horarios en el trabajo, horarios en el gimnasio, horarios de autobuses, horario para dormir, horario para despertar, horario para hablar, horario para estudiar, horario para llegar a tiempo... Se convirtió en esclavo. Esclavo del tiempo, de dimes y diretes, esclavo del dinero, de la conveniencia, esclavo de la comodidad, esclavo de la mezquindad.

Su historia es parecida a la de muchos otros. Y si vas caminando por la calle y te fijas bien las puedes ver. Son esas cadenas sujetas al cuello de cada persona, y según la hora del día, época del año o estado actual de la economía nacional, unas tiran de un lado más que otras, y si todavía te fijas aún mejor, puedes ver como las personas se van poniendo de color morado, y su frente se va arrugando, y sus labios apretando, y los ves dar bocanadas en busca del ansiado aire que les refresque y que perdieron hace tiempo, y es entonces cuando su propia asfixia no les deja mirar alrededor, en realidad, es que no pueden, las cadenas les tapan la visión. Y dejan de ver, dejan de entender, dejan de amar, dejan de dar importancia a lo que la tiene, y se vuelven hurañas, interesadas, indecisas, egoístas y amargadas. Fanáticos de juegos de balón, de vírgenes de palo y de fenómenos televisivos que nada les exigen, que no les incitan a pensar, ni a esforzarse, ni a dar, ni a amar, quizás solo a gritar y dejarse llevar de un fervor pasional con el que olvidar un poco la presión de las cadenas que les oprimen.

Siempre quisieron ser libres, pero dejaron que las cadenas les asfixiaran cada día un poco más, puede que por desconocimiento o puede que por comodidad. 

jueves, 16 de mayo de 2013

Allí donde estaba...

Contaba con dieciocho años aún por cumplir cuando emprendí la partida de la casa paternal para comenzar una de las épocas más significativas de la mayoría de las personas, los años universitarios, significativa porque representa un chute de libertad e independencia, una época en la que el mundo amplía sus fronteras hasta límites insospechados, viviendo unas experiencias, en algunas ocasiones, cuanto menos pintorescas, por llamarlas de alguna manera y conociendo a toda una fauna de personas distintas; aspirantes eternos a notarios vestidos con camisa a cuadros y pantalón de tergal, cuya única conversación se reduce a recitar una y otra vez el temario de la oposición; personajes de aspecto rockero y heavy, pelo largo y barba, grande, gordo, y con el atuendo propio a base de camisetas negras de distintos grupos de este estilo musical y de vida; buscando bronca en cualquier lado, y pegando en alguna ocasión con sus huesos y sus carnes en la cárcel tras una pelea de bareto nocturno, y sin embargo, contando con el mejor expediente académico en la facultad de Sociología y Ciencias Políticas. Excéntricos estudiantes de arte al más puro estilo de Dalí, provocando en alguna ocasión situaciones bastantes tensas con la casera de la residencia de estudiantes en la que me había hospedado en este primer año de carrera, al pintar una de las paredes de la terraza, recién encalada por la dueña, con pisadas de colores. La obra la llevó a cabo tumbado boca arriba en el suelo, desnudo, y pisando con sus pies en la pared..., toda una obra de arte multicolor. En medio de este, podíamos llamarlo circo pero sin enanos, me hallaba yo, estudiante de primer curso de Derecho, disfrutando de una casa antigua pero muy digna, de estas casas que poseen una personalidad propia forjada a base de años en pie y un gran número de inquilinos diferentes viviendo sus vidas en aquellas habitaciones.

Tengo que decir que me encantaba mi habitación. Tenía un pequeño balcón, de estos que se les llama de entrepecho que daba a una de las calles estrechas del casco antiguo de la ciudad, y justo enfrente había un parque, siempre verde y muy bien cuidado, por lo que mi habitación siempre tenía mucha luz. No podemos decir lo mismo del pequeño cuarto de baño que compartía con mis vecinos de planta. Estaba justo enfrente de mi habitación y daba a un patio interior, y que al constar la casa de cuatro plantas y estar situado en la segunda, la luz que recibía a esta altura era más bien poca. Era pequeño, las tuberías a la vista, el suelo de cemento, estaba pintado de un color rojizo oscuro, y de vez en cuando, la pintura se descascarillaba por lo que había que volverlo a repasar. También contaba este pequeño cuarto de baño con una bañera de patas, y una triste cortinilla sujeta a una raquítica barra por medio de unas arandelas. Cada vez que entraba al baño un escalofrío recorría mi cuerpo, y cuando alguno de mis compañeros de planta se dejaba la puerta abierta, tenía que dejar lo que estuviera haciendo e ir a cerrarla. En un principio, yo lo atribuía a lo poco que me gustaba el aspecto en general del baño aunque más adelante descubrí que había otras razones.

Como ya he dicho anteriormente, la casa constaba de cuatro plantas. En cada una de ellas había dos dormitorios y un baño, excepto en la primera que también se hallaba la cocina y en el ático que sólo había uno. En total eramos siete los especímenes que allí nos cobijábamos, aunque en el momento de mi llegada, uno de los dormitorios del primer piso estaba sin ocupar.

El curso comenzó como empiezan todos los cursos, con muchas expectativas y muchas ganas, aunque al final, como siempre sucede con las expectativas, se acaban diluyendo convirtiéndose en rutina, triste y vulgar rutina. De no ser por los hechos que acontecieron que transformaron parte de nuestros días en todo menos en vulgares.

Un día, al volver de clase a mediodía, vimos que había nuevo inquilino. Fede, mi compañero de planta, exclamó, entre la ironía y la guasa, como haciéndole notar que éramos gente guay y que podía acercarse a nosotros libremente:

-¡Ya estamos tós! -  provocando una sonora carcajada por parte de todos los que allí estábamos.

Y entonces fue cuando nos dimos cuenta de que aquella persona que acababa de llegar no era como nosotros. Su habitación estaba justo enfrente de la cocina, tenía la puerta entreabierta, por lo que escuchó claramente el comentario y nuestras risas. Vimos cómo nos observó ligeramente por la raja de la puerta con cara de pocos amigos, y la cerró de un portazo, dejando claro que no eramos más que personas que habitaban bajo el mismo techo que él. La cosa estaba bien clara, así que si eso era lo que quería, pues eso sería lo que tendría.

Salvo Javier, el estudiante de arte que ocupaba el ático, y que aunque la relación con él era excelente, y perduró años después de aquello y dado que su excentricidad no le permitía llevar una relación de amistad y camaradería normal con los demás, el resto estábamos bastante unidos. Salíamos juntos de fiesta, y en alguna ocasión, nos reuníamos en cualquier habitación por las noches, para jugar a las cartas, escuchar música o cualquier otra cosa propia de este momento en la vida.

No nos habíamos percatado antes, pero se convirtió en algo muy normal, que a altas horas de la madrugada se escuchasen golpes y, a veces, rítmicos e intermitentes sonidos metálicos, como producidos al golpear las tuberías del baño. No les dábamos demasiada importancia, puesto que el edificio era antiguo, y solo era cuestión de tiempo que nos acostumbrásemos a estos ruidos.

Fue una noche de finales de enero mientras estaba estudiando para mi primer examen universitario. Debían de ser las tres y media de la madrugada. El turno de tarde al que asistía a las clases me permitía aprovechar bien las noches, pero aquel día el sueño me venció y me quedé dormido encima del libro, literalmente, con el flexo y la radio encendidos. Me desperté de un brinco medio atontado por las voces que se escuchaban  seguidas de un tremendo portazo.
Acto y seguido escuché como mi compañero de planta, me llamaba suavemente a través de la pared.

- ¡Alberto!
- ¡Qué! - contesté sin apenas poder hablar del sueño y el desconcierto que sentía.
- ¿Lo has oído?, preguntó en un suspiro.
- ¡Sí!, ¿qué ha pasado?
- Ni idea, pero si tú sales conmigo a ver salgo yo también, porque yo solo no me atrevo.

Salimos sigilosamente los dos a la vez. Nos quedamos en silencio en mitad del pasillo a ver si oíamos algo más, y poder determinar dónde habían sido las voces, cuando empezamos a escuchar pasos en la planta de arriba. Nos dirigimos a la escalera  y vimos como del mismo talante que estábamos nosotros, aparecieron nuestros compañeros al final de la escalera. Ya nos envalentonamos todos un poco.
Ninguno de nosotros fue capaz de determinar la procedencia de la discusión. Nos quedamos un rato reunidos en mi habitación, y estando allí todos se volvieron a escuchar los golpes metálicos y rítmicos.
Aquello empezaba a tomar un color que a ninguno de nosotros nos gustaba demasiado. Pero la vida sigue y la mayoría a la mañana siguiente tenía que madrugar.

Al mediodía, estábamos reunidos casi todos en la cocina, cuando Salva,el inquilino del primero, salió. No hablábamos mucho pero las normas de cortesía y educación si que las contemplábamos. Entró en la cocina para prepararse su comida, y aprovechamos para preguntarle:

- Oye Salva, ¿tú no escuchaste anoche nada de la que se lió?
- ¿Qué se lió anoche?
- Tío, ¿no digas que no te enteraste de nada?
- ¿Pero nada de qué?
- Pues que anoche hubo una tremenda discusión aquí en la casa y luego se oyeron portazos.
- Yo no me enteré de nada.
- Pues sí que tienes el sueño profundo, porque menudo jolgorio se formó.

A lo que ya no contestó nada.

Nadie sabe si los ruidos durante el día se escuchaban, porque la mayor parte de este lo pasábamos unos y otros en la calle, entre clases, estudiar en la biblioteca y demás, pero era llegar las nueve de la noche y los golpes iban en aumento. Había veces que se escuchaban durante un tiempo, luego paraban para volver a empezar pasado un rato, y tras varias semanas comenzó también a escucharse a distintas horas de la madrugada el llanto de una mujer que procedía del baño justo enfrente de mi dormitorio. Hasta que una noche, volvió a repetirse la escena de la discusión, aunque esta vez, sí que estaba despierto, y mis compañeros también.  En cuanto empezaron a escucharse las voces, salimos todos al encuentro. Las seguimos y nos llevaron a la primera planta. Una vez allí, se detuvieron de golpe, y de repente, un viento helado nos atravesó a todos y tras él el mismo portazo de la vez anterior. Resultaba imposible deducir qué puerta se había cerrado, no obstante, una cosa era clara, que allí no había nadie. El sonido no pareció de este mundo ni tampoco de este tiempo.

Salva no salió. El silencio era lo único que se podía escuchar desde el otro lado de su puerta.

El miedo que sentíamos no nos dejó dormir en toda la noche. Eso y los golpes incesantes en las tuberías del baño junto con el llanto desconsolado. Reunidos en mi habitación tomamos una decisión, al día siguiente haríamos psicofonías, no sabíamos muy bien qué sacaríamos en claro, pero teníamos que averiguar de qué se trataba aquello, y si estaba en nuestra mano, tratar de solucionarlo, porque resultaba francamente imposible hacer una vida normal, estudiar o dormir, con el golpeteo incesante y el llanto, por no hablar del terror que sentíamos.

Hicimos las psicofonías, aunque no sacamos nada en claro, salvo varias voces indefinidas que gritaban:

- ¡Déjame en paz!, ¡lárgate de aquí!

Y otras que parecían suplicar por su vida:

- Por favor, no me haga nada.

Decidimos que mientras solo fuesen los golpes y el llanto procuraríamos no prestar atención. Y en caso de volver a suceder la discusión o algo más extraordinario, tomaríamos cartas o simplemente nos mudaríamos.
Aunque lo más extraño de todo era la actitud de Salva. Le contábamos lo sucedido pero apenas prestaba atención e insistía en que no escuchaba nada. No sabíamos nada de su vida. Era una persona oscura y cerrada, al igual que su habitación, siempre cerrada, en la que nunca entraba la luz del sol. No sabría decir qué me inquietaba más, si la situación extraña que vivíamos o esta persona. Un día recibió una llamada telefónica y desapareció de la casa y, curiosamente, se hizo la calma.

Había pasado un mes desde todo el alboroto. Estábamos en las puertas de la primavera y casi habíamos olvidado todo lo vivido.  De nuevo estábamos en la cocina preparando el almuerzo cuando Salva volvió. Al parecer solo regresaba para organizar y recoger sus cosas. Se marchaba para siempre.

Esa noche, estaba preparando un trabajo de Derecho Romano que debía presentar en unos días cuando sentí una necesidad imperiosa de ir al baño. Salí de forma distraída de la habitación y allí estaba ella.
Era una figura femenina, vestida con una túnica blanca, aunque sucia y rasgada, levitaba en medio del pasillo. Su semblante era sereno, incluso parecía que sonreía. En menos de una décima de segundo se dirigió hacia mí y me traspasó. Sentí el mismo viento helado de la primera vez. Y ahí terminó todo.

Pasados unos años, a punto de terminar mis estudios, conocí a una chica, Ana, una noche en un bar de la ciudad, donde acompañaba con la guitarra a otro músico. Ambos dábamos conciertos en locales para ganarnos un dinero. Congeniamos de maravilla y nos vimos varias veces más. Hasta que un día me invitó a ir a su casa después del concierto. Ella era estudiante también y compartía piso con un par de chicas y un chico, que hacía poco que se había mudado con ellas.Tras hacer el amor, ella se durmió pero yo no podía conciliar el sueño. Sólo se escuchaba el sonido de su respiración junto a mí, y de forma paulatina y en aumento empecé a escuchar los mismos golpes en las tuberías de mi baño de mi primer año de estudiante y el llanto desconsolado de aquella mujer que pasara a través de mí años atrás. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y dí un salto de la cama absolutamente aterrorizado. Desperté a Ana a voces mientras le hacía de forma desesperada una única pregunta:

- ¿Cómo se llama el chico que ha ocupado la habitación?- mientras la zarandeaba por los hombros, fuera de mí.

Ella, aterrorizada también, me contestó, sin saber que no era yo la persona de la que debía tener miedo:

- ¡Salva, se llama Salva!

(Relato basado en los hechos que me contara un buen amigo, acontecidos en su primer año de estudios universitarios).


domingo, 12 de mayo de 2013

Cuando el amor entra por la puerta...*

La veo desde lejos. Jamás me he atrevido a acercarme. La conozco y ella me conoce a mí, desde siempre, pero nunca nuestros caminos se han cruzado. Y la veo desde el escondite que yo mismo me he creado. Y allí está ella, tan lejana, tan distante. Te juro que cuando la veo todo se mueve a cámara lenta, como en las películas. La veo hablar de forma distendida con sus amigas, mientras yo memorizo el color de su rebeca y de sus zapatos. La veo como les sonríe, y yo me muero de envidia porque ninguna de esas sonrisas es para mí. Siempre, desde la primera vez que la vi, he sentido algo especial por ella. Un escalofrío me eriza el vello cada vez que ella aparece, y si, en alguna ocasión cruzamos algunas palabras, mi alma queda al descubierto, porque ella la traspasa con su mirada.
Se acaba el recreo y hay que volver a clase. Los pasillos se quedan desiertos, y el bedel se pasea por ellos, dejando todo en orden y yo entro en clase, con ella en mi pensamiento, queriéndola en silencio.

A veces fantaseo y pienso, que quizás algún día, cuando yo me atreva a dirigirme a ella, a confesarme y a desvelarle mi secreto, ella me diga:

- Y por qué nunca me dijiste nada. Debiste al menos dejarme conocerte.

Y espero que discuta conmigo y se enfade, y me regañe mirándome por encima de sus gafas, a sabiendas de que mientras esté conmigo nunca le faltará nada.


*Cuando el amor entra por la puerta, la cordura salta por la ventana. (Jirones, XII, En los soportales, porticus-pluviis.blogspot.com)

sábado, 11 de mayo de 2013

Crónica de una muerte anunciada*

Gabriel García Márquez sabía lo que hacía. Sabía que quedaría para siempre en el consciente y, a veces, también subconsciente colectivo, si titulaba a su obra Crónica de una muerte anunciada. Cuántas veces en la vida nos vemos retratados en ese título. Dejarte llevar por una situación que desde el primer momento sabes que está abocada al fracaso, aunque ni al fracaso, simplemente a la nada más absoluta; como sabiamente dice el refranero popular "pasar sin pena ni gloria". Y aún todavía afecta y duele su final, a sabiendas de que eso era lo que llevabas esperando desde el principio, como si algo te sorprendiese. Esta naturaleza humana es la que más me desconcierta. Gastamos cantidades ingentes de energía en perseguir unas vivencias que no nos pertenecen, que no son para nosotros, y aún sabiéndolo, nos mantenemos en nuestras trece preparados para llorar su final.  

No lo tengo muy claro, ¿es la poesía que queremos darle a nuestra vida o solo soberanas tonterías?




* Crónica de una muerte anunciada, novela del escritor colombiano Gabriel García Márquez, publicada por primera vez en 1981. Su argumento gira en torno al asesinato de Santiago Nasar por parte de los hermanos de Ángela Vicario. Se le acusa de haber mancillado la honra de la muchacha. Hecho que es descubierto en la noche de bodas de Ángela por su marido, Bayardo San Román, quien la devuelve esa misma noche a su madre tras darse cuenta que no es virgen.

sábado, 4 de mayo de 2013

La mujer que sabía demasiado (o eso creían)

Mi nombre es Rebeca. Me educaron para ser una mujer formal, seria, respetuosa y, por encima de todas las cosas, responsable en mi trabajo.

No tenía todavía cumplidos los veinticuatro años cuando comencé a trabajar como secretaría en el despacho de un importante e ilustre abogado. Su reputación trascendía las fronteras del estado, y, sin embargo, era yo la que estaba llevando el timón, tan joven, tan ingenua, pero resultó que era muy capaz de cargar con todo el peso de su agenda, de sus horarios, de lidiar con la prensa en casos famosos, y hasta con sus secretos. Y todo ello, con la más absoluta discreción, de palabra, de imagen y hasta de pensamiento. Está feo que yo lo diga, pero era eficaz y muy buena en mi trabajo. Jamás de su despecho salió una filtración a la prensa cuando llevaba el caso de algún importante político, salpicado por algún escándalo económico o, que también los hubo, de faldas. Mis labios siempre han estado sellados y los cajones donde se guardan ciertos secretos también. Con una única llave que sólo yo tengo, y que guardo en un lugar fuera del despacho, y al que nadie le he revelado su ubicación, ni siquiera a él.

Él es una persona de una moralidad intachable. Si, en algunas ocasiones, se ha visto envuelto en situaciones de dudosa ética, ha sido provocado por un cúmulo de circunstancias a las que algunos de sus clientes lo han abocado por sus situaciones al límite, o más allá, de la legalidad. Porque Él se debe a su trabajo y a sus clientes y, si eso implica tener que ensuciarse un poco las manos, lo hace. Pero sólo por llevar a buen término su trabajo.

Hace ya mucho tiempo que mi vida se ha convertido en un cliché de película. Pero no me importa. Me siento realizada con ella. Cada mañana sé el sentido que tiene nada más abrir los ojos. Y no es, nada más y nada menos, que mantener en orden y a raya los pequeños detalles que hacen que los grandes funcionen. Esa es mi misión en la vida y, como no, esperar de su boca el elogio que, casi a diario, me profiere, al tiempo que me guiña un ojo.

- ¡Ay, Rebeca, no sé que haría yo sin usted!

Una vez, cuando evitó que el secretario del Ministro de Exteriores revelara ciertos datos que ponían en entredicho la política que llevaba el gobierno en un país de Asia, nunca aprendí a pronunciar bien su nombre, incluso me invitó a brindar con champán con todo el equipo. Aquello realmente fue un poco extraño, porque no es que realmente evitara nada, ni consiguió que las palabras de aquel hombre no tuvieran credibilidad alguna por medio de su trabajo, fue de la forma más cómoda y conveniente posible, y es que un día antes de la declaración de este hombre ante el juez tuvo un accidente de tráfico en el que murió. Nunca vi tanta alegría por la muerte de una persona. Pero bueno, así son las cosas en esta vida, unos ganan y otros pierden.

Hace un par de meses, más o menos, comenzó a trabajar en el despacho un nuevo pasante, Elías, es joven aún, no obstante, ya empieza a peinar canas. Tiene una simpatía que me tiene totalmente absorta. A veces, a la hora del café, se nos pasa el rato charlando y riendo, y es que tiene una alegría en su persona que lo rebasa y nos salpica a los demás, y eso hace que en algunas ocasiones, volvamos tarde al trabajo, aunque parece que a Él no le importa porque se hace el despistado y no dice nada. Para mí esto es algo nuevo. Llevo treinta y dos años trabajando aquí y nunca había hablado con nadie de otra cosa que no fuese algo relacionado con el trabajo, y tengo que decir que me resulta muy gratificante y, cada mañana afronto el día con mucha más alegría que de costumbre. Se podría decir que Elías es lo más parecido a un amigo que he tenido nunca. 

Ayer concerté una cita con unos hombres que suelen venir de vez en cuando. No sé exactamente a qué. Son muy reservados y tienen un aspecto hosco y desagradable. A Él, en apariencia, tampoco le gustan mucho, porque cuando se concierta cita con ellos el gesto le cambia, y se muestra serio y preocupado. Esta mañana cuando he llegado al despacho me ha pedido muy amablemente que va a necesitar ciertos papeles que hay guardados en un cajón de la mesa que hay justo a la entrada de su despacho. Yo no suelo ocupar esa mesa normalmente, es muy grande e incómoda. Elegí, sin decir palabra, una que hay en la sala de la entrada, normalita, como la de los otros miembros del equipo de menos categoría y,  a Él le debió de parecer bien, porque nunca dijo nada.

He salido en busca de la llave, hoy no he tenido que disimular, porque todos los demás están en el juzgado. Cuando he regresado con la llave he preferido entrar por la segunda puerta que da directamente al despacho que debería ser el mío, por donde suelen entrar aquellas personas que buscan sus servicios pero evitando en la medida de lo posible, ser vistos. Y mientras abría con diligencia los cajones cerrados me he apercibido de que los extraños hombres ya habían llegado. He oído, ya en el interior de su despacho a puerta cerrada, que Él musitaba algo con temor, al tiempo que se oía un golpe seco y el sonido de botellas caer al suelo. He supuesto que son del botellero que tiene en su despacho. Es aficionado al buen vino y buen bebedor. Tengo que reconocer que me he asustado, y justo cuando estaba abriendo el último cajón, ha entrado Elías, y me ha hecho un gesto con el dedo poniéndoselo en la boca en señal de que guardara silencio. Me he puesto muy nerviosa. Sin hacer ningún ruido, hemos salido de puntillas del despacho, y confiando plenamente en él, he hecho todo lo que él hacía, con tanto miedo que casi no podía ni respirar. Al pasar por delante de la pequeña cocina he visto que uno de los hombres, con gabardina larga, estaba allí, de espaldas, bebiendo algo, Elías ha podido pasar de un salto, pero el miedo a mí me ha paralizado, y me he deslizado dentro el pequeño cuarto de la limpieza que está enfrente y que tenía la puerta entreabierta. No sé como no me ha visto, juraría que me había descubierto, pero no. Me he quedado un rato callada, y firme como un palo tras la puerta, casi sin respirar y con miedo de que escuchara mi corazón latir. No sé el tiempo que ha pasado, yo oigo pasos de aquí para allá, algún carraspeo, y voces que llegan del despacho de Él, pero me siento tan confusa que no alcanzo a entender nada.

Elías ha venido en mi busca al pequeño cuarto, me ha agarrado fuertemente del brazo y sin darme cuenta, mis pies han volado junto con los suyos, y ya estamos en la calle en lo que a mí me han parecido dos segundos. Es curioso, mientras les estoy contando todo esto me doy cuenta de que llevo puesto el abrigo. No puedo entender cómo me ha dado tiempo a semejante frivolidad, sin embargo, a pesar de ir abrigada tengo mucho frío.

Sin poder moverme desde una esquina de la calle, he visto como Elias se alejaba de mí con paso ligero y subiéndose el cuello de la gabardina, mirando a un lado y a otro con aspecto nervioso. Luego he visto como salían los otros dos hombres con algunos papeles en la mano, y levantando un poco más la cabeza, he podido ver que se reunían con Elías al final de la calle, y los tres se montaban en un coche y se iban. 

Han pasado así como treinta minutos de aquello cuando han empezado a sonar sirenas a mi alrededor, ambulancias, coches de policía. He visto como personal sanitario viene corriendo hacia mí con todo el  instrumental necesario. Intento hablar con ellos pero no me entienden, les digo que estoy bien, que suban al despacho a ver como se encuentra Él, pero parece que no me oyen. Entonces presto atención a lo que con tanto afán hacen, y me doy cuenta de todo.

Me veo tirada en la calle con el cuello rebanado, mientras mi sangre rodea todo mi cuerpo. Y en ese momento, sale Él, con aire compungido y triste, mira hacia donde estoy yo, y, por un momento, he creido ver en su rostro un gesto de alivio y una mirada de infamia.