jueves, 8 de octubre de 2015

Solo la tierra es testigo


Mi abuela nació en el año 1912, por lo que cuando se hundió el Titanic, la Tierra ya contaba con su presencia. Nacida de una familia de posibles venida a menos, según tengo entendido por culpa de las malas artes de las que presume el juego, comenzó un camino de penurias cuando a los dos años de edad, su madre, mi bisabuela, murió de gripe. Casada bastante joven con un hombre que no le dio buena vida se dispuso a parir a mi madre un año antes del alzamiento del militar, posteriormente caudillo de este nuestro país durante cuarenta años. Siendo así las cosas, madre de dos bebés, tuvo que sufrir una cruenta guerra civil, como lo son todas las guerras, corriendo de un lado a otro con los niños a cuestas según el pánico y las gentes la iban guiando; el fusilamiento de un hermano (cuyo nombre no aparece en el monumento en honor de los asesinados en aquellas fechas situado en el campo santo de esta mi localidad, aunque ya estoy yo para recordarlo), todo ello aderezado con las malas prácticas de aquel que fue mi abuelo, al que le gustaba mucho el vino y peor le sentaba el beber, y el que creía que ella y sus hijos bien se podían alimentar de la caridad mientras él acumulaba y escondía las perras que ganaba con su oficio de barbero. 

Hoy me ha venido a la memoria mi abuela, que ella, y tantas otras como ella, sola sabrá el sufrimiento que se llevó a la tumba, por culpa de una avioneta. En mi adolescencia me solía reír de ella, ingenua adolescencia, cuando al oír una avioneta o un avión surcando los cielos, no podía menos que echarse a temblar y ponerse a rezar, para que "el aparato" pasara de largo y no soltara ninguna bomba.  Escucho la avioneta, y como buena habitante de pueblo, o de provincias, que también nos suelen llamar, salgo corriendo a la ventana a verla pasar, y me entristezco mucho por mi abuela, porque lo único que me trae a mí al recuerdo es una escena de la película El paciente inglés.

Solo la tierra es testigo, y con suerte también las piedras. Los demás no tenemos derecho a juzgar.




A mi abuela Josefa

viernes, 3 de julio de 2015

Y se quedó entre nosotros


Aquellos días había un gran revuelo en todo Plusvatia. Se acababa de descifrar el mensaje llegado desde el espacio exterior. Su origen se situaba en una zona desconocida y aún sin explorar. Un planeta pequeño en el sistema de una estrella mediana en un brazo exterior de una galaxia espiral. Planeta Tierra, lo llamaban aquellos seres desconocidos hasta ahora. Este descubrimiento marcó la infancia de Ev, el cual convirtió en su único objetivo viajar a aquel lugar.

Cuando Ev entró en la escuela de viajes estelares, no pudo tener peor suerte con el compañero que le había sido asignado. Era Rebec, sobrino del Príncipe Interplanetario, al que todos llamaban Re, la persona más torpe que jamás había nacido de linaje real. Especialista en desbaratar cualquier plan con alguna torpeza. Su familia lo colocó allí, para perderlo de vista durante los viajes estelares, y ahora, era en quién debía depositar una confianza ciega.

                                               
Cuando Ev acabó sus estudios, cum laude, era el mayor especialista en transmutación corpórea, reputado y respetado expedicionario. Sus misiones consistían en el estudio de otras formas de vida in situ, o lo que entendemos en la Tierra como cotilleo puro y duro. Y siempre junto a él, el piloto más desastre que había en el planeta: Re.

Acababan de llegar a aquel bonito lugar y se hallaban sobrevolándolo en modo camuflaje. Ev, estaba concentrado en la tarea que tenía frente a sí. Infiltrarse entre los humanos y obtener todos los datos posibles de la especie. Mientras que Re, lo único que tenía que hacer  era escoger un buen modelo de humano que copiar para la transmutación e introducir los datos fisiológicos de ese ser en un dispositivo que iba conectado al sistema nervioso central de Ev. Ahí estaba toda la programación para convertirse en humano y, posteriormente volver a su estado original. Por otro lado, las órdenes eran clarísimas, una vez Ev se inflitraba entre aquella raza, el plazo límite de espera eran veinticuatro horas, pasadas las cuales se le daba por desaparecido y se declaraba el lugar como hostil.

-         Re, ¿Tienes preparados los datos?, preguntó Ev escuetamente.
-         Sí, respondió Re con una sonrisa bobalicona.
-         ¿Has programado correctamente el procedimiento inverso de la transmutación para volver a mi estado normal?, insistió Ev con desconfianza.
-         Sí, claro, ¿por quién me has tomado?, le reclamó.

Por el plusvatino más tonto que he conocido, pensó Ev.



Apareció sobre un camino de suelo gris donde se escurría un poco al avanzar. No vio a nadie. Comenzó a desplazarse dándose cuenta en ese momento que iba a cuatro patas. No había dado más de veinte pasos cuando se topó de frente con dos especímenes diferentes entre sí que acababan de doblar una esquina. Uno iba a dos patas, y el otro a cuatro, pensando que este último era el ser con inteligencia superior, ya que se desplazaba como él. Pero algo iba mal, ya que era el que iba a dos patas el que emitía sonidos similares a un lenguaje elaborado, y que pareció sorprenderse mucho al verlo allí. Emitió unos sonidos, que supuso serían palabras, que él no pudo copiar, y en ese mismo momento el pánico lo invadió. Intentó volver a su estado natural, aunque pusiese en riesgo la misión, y por más que lo intentó no lo logró.

¡Maldito capullo enchufado!, un grito atronador que solo se escuchó en el  interior de su cabeza. ¿En qué me habrá transmutado?


Como el ser a dos patas le iba haciendo señas para que lo siguiera, decidió que esa, de momento, era la mejor opción hasta que algo se le ocurriera para escapar de allí. Mientras seguía a aquel ser, observó a más como él que se iban parando y hacían aspavientos mientras lo observaban, emitiendo unos sonidos extraños, a veces, estridentes,  que no eran palabras pero que les proporcionaban gran placer, eso era evidente. Lo seguía por inercia, atrapado en el cuerpo de un ser que no era el dominante, en un planeta extraño y sin posibilidad de escapar. Se temía lo peor. Y no se equivocaba. Después de un largo paseo por un camino de tierra y polvo, se abrieron unas grandes puertas ante él y con auténtico pavor observó a un gran número de seres semejantes a él que lo observaban con una aparente plácida tranquilidad,  mientras que  el único sonido que acertaba a emitir era Beeeeeeeeee.








viernes, 5 de junio de 2015

Let me go home


Estamos acostumbrados, por regla general, a sentir vergüenza por nuestros sentimientos. Y así vivimos de forma artificial, dando la espalda a lo único que poseemos genuino y propio,  lo que nos define a cada uno de nosotros y nos hace ser como somos.

Dicen que la primavera la sangre altera, y cosas así. Quizás es que la explosión de vida que rodea todo alrededor, nos incita a sacar de dentro el brillo y la luz que se quedan escondidos y atemorizados, en algún rincón del corazón, con la tristeza del invierno, cuando todo queda agazapado.

Explosión de vida, de ideas y de ganas. De ganas de vivir antes que la oscuridad lo cubra todo de nuevo. No, no voy a repudiar el sentimiento romántico. Más bien, deseo airearlo, mimarlo y acunarlo, sentirlo y dejarme llevar por él. Hace tiempo que la alegría entró en mi casa, allá por finales de marzo, y desde entonces no ha dejado mi corazón de palpitar al ritmo de una canción de amor. No sé si vendrá o simplemente se disipará con la llegada del otoño, como tantas otras veces en la historia de mi vida, pero tan solo rememorar cómo es el comienzo de una historia de amor llena los días de una manera que, sinceramente, tengo que reconocer, ya había olvidado.


martes, 14 de abril de 2015

¡Leed insensatos! ...


...Y haréis vuestro el mundo.

Leí El Principito, y planté rosas en mi patio.
Leí a Huxley, y comencé a vivir en el futuro,
que ya se había escrito.
Leí a Gordon y entendí de vocaciones.
Leí a Pratchett y Gaiman, y me reí.
Leí a Coelho y rectifiqué el rumbo.


Leí a Machado... y me leí a mí misma.

Leí a Tolkien y supe de valores,
leí a Dumas, y olí a flores,
leí a las Bronte y conocí de locuras y de amores.

Disfruté a Superlópez y aprendí la supervelocidad,
la 13 rue del Percebe, y lo pintoresco de las comunidades.

Me estremecí con Bécquer, y puse palabras a mis suspiros.
Leí a Shea, y perdí al amor de mi vida.

Leí a Eco y reconocí la intolerancia y la ruindad
del poder, el que a nadie desea el bien.
Leí a Asimov y comprendí,
sencillamente comprendí la razón del régimen establecido.

Leí y leí, que no libros,
leí otras vidas, leí otras almas.

Leí a Don Eduardo*, y enjugué lágrimas,
por el amor mayúsculo y
la impotencia de no ocupar su lugar en el mundo.

*Eduardo Galeano


viernes, 2 de enero de 2015

Northern Exposure

Hoy me entero de que mi madre lleva tiempo un poco obsesionada con esos bichitos insignificantes, microscópicos, como lo son los ácaros. Mi madre, que a sus setenta y nueve recién estrenados, cargando a sus espaldas una guerra y una posterior, no menos terrorífica posguerra, y que ha tenido que vérselas con otros no tan insignificantes bichitos, viene ahora a preocuparse por esos otros infames bichos. Claro, que quién no lo ha estado. Recuerdo que allá por los primeros noventa, disfrutando de aquella magnífica serie de televisión Northern  Exposure, más conocida aquí como Doctor en Alaska, me topé con un capítulo en que Maggie se encontraba en la misma situación en que se encuentra ahora mi madre. Tanto que quería llegar a desinfectar el mundo, tanto que llegó a convertir su vida en un auténtico infierno. Gracias a dios que llegó a una inteligente conclusión y es que, en este mundo todo está conectado, que todo existe por alguna razón, y que la existencia de cada ser, de cada planta, de cada grano de arena está ahí porque ahí es donde debe estar. Y digo que gracias a dios porque después del dichoso capítulo me tocó a mí obsesionarme, pero yo jugaba con ventaja y, cada día trataba de convercerme con la conclusión a la que Maggie llegó, hasta que me la creí y los olvidé.

Hoy, me ha dado mucho coraje, que mi madre, a sus setenta y nueve recién estrenados y con una guerra y una terrorífica posguerra a sus espaldas, esté preocupada por esos arácnidos tan mal afamados, y todo por culpa de la caja tonta que nos vende mentiras a destajo, y nosotros nos las creemos, simplemente porque lo dicen en la tele.
Y lo cierto, después de todo, es que existen dos mundos. Existe un mundo real, lleno de Vida: plantas, tierra, otros seres. pero también existe otro mundo no real, inventado, limpio, desinfectado, aséptico, muerto. Un mundo tan de espaldas a nuestra propia naturaleza, que nos está provocando enfermedades, tan de espaldas a la Madre Tierra que hace que niños de no más de once años me digan en una excursión al campo: "todo es muy bonito pero está tan sucio", refiriéndose a la tierra, barro, hojas, piedras como suciedad.