martes, 19 de diciembre de 2017

Fin


No hay más realidad que la que tenemos dentro. Por eso la mayoría de los seres humanos viven tan irrealmente, porque creen que las imágenes exteriores son la realidad y no permiten a su mundo interior manifestarse.” 

H. Hesse



La noche ha caído
en el camino arbolado,
por el que de cuando en cuando
dirijo mis pasos
hacia un destino tan cierto
como desesperanzado.
Todo empieza con el viento
ese viento unas veces suave
otrora huracanado;
llega anunciando el desvarío
de una historia que no por conocida
es menos deprimente.
Sé, que pasado un tiempo,
sólo me espera la muerte.
Despertando mi conciencia
vine a verme en esta suerte de artilugio
parido por alguna mente perversa,
que me convierte
en marioneta de unos hechos,
en carnaza en un día de pesca.

Noventa y tres.
Noventa y tres es el número.
Noventa y tres es mi sino.
No sé qué significa,
no sé quién lo establece
pero sé que es el número que marca mi destino.

No recuerdo mi nombre,
no sé por dónde haya venido
solo sé que mis pasos avanzan
torpemente por el camino,
envuelto en sombras que
ennegrecen mi entendimiento,
cuando de nuevo lo percibo,
ese murmullo, ese ruido.
Algo me persigue.
Y esa voz que me atosiga
mientras mis pasos se atropellan en la huída.
De pronto, me salen al paso.
Me rodean y me acorralan,
y al verlos frente a frente
los recuerdos se agolpan en mi mente.
Y es entonces cuando comprendo
que todo esto ya lo he vivído.

Noventa y tres.
Noventa y tres es el número.
Noventa y tres es mi sino.
No sé qué significa,
no sé quién lo establece
pero es el número que marca mi destino.

Mi nombre es Juan,
y ahora sé cuál es mi delito.
Intento cambiar el recorrido,
mas mis piernas no obedecen mi mandato.
Aunque recuerdo, aunque estoy vivo
sé que la muerte me ha acechado antaño
y sé que es hoy, de nuevo,
cuando me arranque de su lado.

No recuerdo cuál es su nombre,
mas si me concentro
son un ciento los que van y vienen
sólo nombres, sólo caras
atormentando más mi enloquecida mente.
Son ellos quienes me persiguen,
-aquellos a quienes mi corazón ama-
son ellos quienes me matan.
Son ellos quiénes me apremian
quiénes buscan sólo mi muerte.
Y de nuevo el viento
y de nuevo el eco:

Noventa y tres.
Noventa y tres es el número.
Noventa y tres es mi sino.
No sé qué significa,
no sé quién lo establece
pero es el número que marca mi destino.

De nuevo ese viento que, ahora sí,
anuncia el final del camino.
Hago aspavientos, golpeo al aire
a esas voces que ensordecen en un silencio enfermizo.
Y grito:
¿por qué me queréis muerto?, ¿por qué me habéis elegido?
Caigo por el precipicio.
Cuántas son las veces, no recuerdo
que he rodado por este abismo.
Sólo sé que al final está el número,
noventa y tres, otra vez,
y siempre una voz clara que anuncia:

Ya se ha acabado.
Juan ha muerto.
He acabado de leer el relato”.

Sólo me queda esperar
a que llegue otra vez la pesadilla,
que de nuevo alguien me mate
cuando escojan el libro en el estante.

lunes, 30 de octubre de 2017

Los cazadores




                                             


  • Mariana, levántate, que ya han llegado los primeros, - dijo aquella mujer enjuta mientras abría enérgicamente los postigos de la ventana.
  • Hoy no, - fue lo único que respondió aquella casi niña antes de taparse por completo con la cobija de la cama.

Llevaba toda su vida, desde que la gente se empeñó en llamarla santa, atendiendo a todos aquellos que venían en busca de soluciones a sus problemas. Ella, cuando era pequeña creía que la gente estaba un poco mal de la cabeza. Se lo tomaba como un juego, y no podía ser de otro modo porque era tan solo una niña. En cambio, para su madre, aquello fue toda una bendición. Viuda desde que Mariana contaba con dos años, con otras tres hijas mayores, y a cargo de un hermano de su difunto marido que el pobrecito no andaba bien de su cabeza, el hecho de tener una hija santa fue la solución a todos los problemas que a tanta mujer sola en aquellos parajes se le podían plantear. Pero, ahora, Maríana parecía que ya se había cansado de aquella situación que absorbía por completo su vida, y que no la dejaba ser lo que era: una adolescente de diesicéis años, con ganas de ir al baile del domingo, echarse un novio con el que casarse y poder salir de esa situación que estaba empezando a asfixiarla.

  • ¿Cómo que no?, - respondió su madre. Hoy hay más de treinta personas esperando. ¡Cómo que hoy no!, ¡hoy y todos los días!
  • Madre, he dicho que hoy no, - respondió tajante Mariana al borde de las lágrimas.

Acababa de cumplir los cinco años y había salido bien temprano a echarle de comer a las tres escualidas gallínas que tenían como pago por los trabajos de sus hermanas. Ella y su madre cumplían con los pormenores de las tareas diarias mientras que sus hermanas trabajaban en el pueblo. Manuela, había tenido suerte y se había colocado en la casa de un médico en Granada capital. Y las otras dos, Francisca y Antoñita, salían cada mañana a lavar ropas por encargo al lavadero del pueblo y, en las tardes, planchaban.
Estaba Mariana correteando a las gallinas, cuando un hombre se acercó. Ella se paró en seco y estaba a punto de llamar a su madre a gritos cuando el hombre se colocó el dedo índice de su mano izquierda delante de los labios mientras que con la derecha sacaba un libro del bolsillo de su gabán, captando así toda su atención.

  • Niña, ¿sabes qué es esto?, - le dijo con la voz en un susurro.
  • No, - contestó ella echando mano a cogerlo.
  • Esto es un libro, y en un libro puedes encontrar todas las palabras del mundo. ¿Tú quieres aprender a interpretar lo que hay dentro?

Aunque aquel hombre hablaba de forma que a ella le costaba entender, le contestó que sí, porque ningún niño contesta no a un “quieres” dicho con estusiasmo. Así que, así fue como cada día ese hombre acudió a esa misma hora durante el tiempo que Mariana necesitó para aprender a leer, sin que nadie más supiese de aquellas citas.


Fue por casualidad, si es que esta existe, que su madre y hermanas se apercibieran de que Mariana tenía un don. Comenzó a correrse el rumor y bastaron apenas dos meses para que a la puerta de su casa se apelotonaran las personas en busca de aquella palabra mágica que, a modo de consejo les obsequiaba aquella niña, tras escuchar detenidamente su conflicto personal. La gente resolvía sus cuitas en cuestión de días tras la pronunciación de aquella palabra que les abría los ojos con respecto a cómo debían actuar, y así fue como comenzaron a llamarla consejera, pero con el tiempo, pasó a ser una santa. Ella sólo escuchaba y escuchaba, y llegada la noche, para ahuyentar tanta desgracia impregnada en sus células, leía y releía aquel libro que atesoraba escondido tras algunos trastes amontonados en un rincón.

  • ¡Mariana, no me obligues a darte una paliza!, -casi gritó su madre. ¡Te he dicho que te levantes!
  • Y yo le he dicho, madre, que hoy no, ya no, - contestó tranquilamente Mariana.
  • ¿Pero por qué?, - preguntó la madre bajando el tono, tratando tal vez de convencerla.
  • Porque me he quedado sin palabras, sentenció.

Hacía cosa como de seis meses, en que junto con sus dos hermanas decidieron ir a Granada a visitar a Manuela. Ella nunca había salido del cortijo antes y, entonces, al comprobar la inmensidad del mundo, comprendió que su labor como santa había terminado. Sus ansias de comenzar su propia vida habían ganado la batalla. Según iban avanzando montadas en la diligencia, al pasar junto a una venta, una palabra se le vino a los labios: libertad. Y entonces comprendió que ahí tenía que buscar a la persona a la que dejarle el libro, como once años antes aquel hombre había hecho con ella. Y así lo hizo. Cada día al amanecer se desplazó a aquella venta a enseñarle el arte de la lectura a aquella mujer triste que había parido a seis hijos y todos se le habían muerto. No le preocupaba el abandono, en absoluto. Sus fieles no quedarían huérfanos, ya que, al fin y al cabo, todo está en los libros.  

lunes, 12 de junio de 2017

Y se quedó entre nosotros (Capítulo II)


Capítulo I: Y se quedó entre nosotros (pincha en el enlace para leer el capítulo I)



Aún no habían pasado las veinticuatro horas reglamentarias desde que Ev descendiera para mezclarse con los humanos, pero Re, ya se temía lo peor. Aunque su forma de pasar malos ratos no era para nada la más convencional. Canturreaba mientras toqueteaba todo lo que le venía en gana, y bajito decía en tono infantil:

         - Mira Ev, estoy tocando este botón, y no pasa nada.

Tan aburrido, tan aburrido estaba que acabó tocando y haciendo lo que realmente no debía, y acabó incorporándose a sí mismo la programación para la transmutación corpórea, aunque esta vez sí era la correcta, por lo que en cuestión de un par de minutos, Re estaba sobre la superficie terrestre con forma humana.

       - ¡Ala, qué guay!, soltó con cara de asombro al ver su nueva forma corporal, al mismo tiempo que daba un respingo al escucharse a sí mismo, y volvía a repetir:

        - ¡Ala, qué guay!

Re, no se paró a pensar en las consecuencias que aquella incursión en, lo que parecía ser tierra hostil, podía tener, no solo para su persona, sino para su propia civilización. Aún no sabían nada de aquellos terrícolas, y si resultaban estar tan avanzados como ellos, y descubrían la nave, que se había quedado adecuadamente escondida en modo camuflaje, su propio planeta se encontraría en grave peligro. Pero mientras estas inquietudes flotaban en el aire, en cabeza de nadie, Re iba por las calles de aquel lugar dando saltitos como un niño pequeño, sonriendo y parándose a observar todo cuanto le salía al paso. Una de las características principales de la transmutación corpórea era la base de datos que llevaba incorporada de todos los idiomas propios del lugar, y con solo escuchar una palabra, de forma automática, se podía comenzar a entablar conversación. No había pasado ni media hora, cuando Re iba charlando y riendo con un grupo de especímenes jóvenes de aquel lugar.
Aquel día parecía ser fiesta. Todos los especímenes que se encontraba estaban de buen humor, se escuchaba música festiva (la música que, como las matemáticas, es lenguaje universal, formaba parte también de la idiosincrasia del pueblo plusvatino, por lo que no le era algo desconocido), y casi todos sujetaban con las manos unos recipientes en cuyo interior había líquidos de diferentes colores aunque había uno que era el que más se repetía. Él, que seguía sin medir las consecuencias de sus actos y movido por la energía que transmite el ambiente festivo, pidió probar aquel líquido. Y ¡oh, maravilla!, la ingestión de aquel caldo fresco, espumoso y dorado se convirtió en una experiencia suprema. Pasó largas horas charlando y riendo con unos y otros grupos de humanos, movido por la seguridad y valentía que otorga la ignorancia y los efectos de aquella bebida celestial, soltando la lengua sobre su procedencia y la misión que lo había traído hasta este planeta. Pero si había algo bueno que Re tenía, era esa ternura que despierta el entusiasmo de los niños pequeños cuando cuentan sus historias, y así fue como Re fue acogido en aquel lugar como uno más, consiguiendo hacer de su vida algo práctico y, sobre todo, al servicio de los demás.

Existen muchos tipos diferentes de ese líquido, y dicen los entendidos en materia que hay un tipo, que es el peor de todos. Pero como Re, no era entendido en nada, pasó toda su vida yendo de feria en feria, regentando un quiosco de venta de cerveza en cuya parte superior podía verse un letrero con un señor con un gorrito rojo y unas letras que rezaban “Cervezas Cruzcampo”.


EPÍLOGO:

En la Agencia Espacial Europea, aquellos días había un revuelo enorme. La confirmación de la existencia de otras formas de vida avanzadas había llamado a nuestra puerta, prácticamente. Se había hallado una nave espacial orbitando sin tripulación alrededor de la Tierra, esquivando satélites meterológicos y de comunicaciones. La voz de alarma ya se había dado a los Estados Unidos, Rusía, la OTAN entera estaba en alerta máxima, puesto que estaba claro que se habían infiltrado entre nosotros, y eso significaba, con toda seguridad, una pronta invasión extraterreste.


lunes, 8 de mayo de 2017

Todos los muertos


(…) “¡Ay!, pensé; ¡cuántas veces el genio
así duerme en el fondo del alma,
y una voz como Lázaro espera
que le diga «Levántate y anda»!”
Rima VII, G.A.Bécquer


A sus ochenta y cuatro años era difícil adivinar el color cobrizo de su pelo a no ser por la espesa barba que cubría la parte inferior de su rostro que, aunque con abundantes canas también, seguía manteniendo el pelirrojo que antaño luciera toda su cabellera. Hacía tiempo que su andar era taciturno y su gesto cabizbajo, y no era para menos. Edward Murray, había sobrevivido a una guerra mundial y a sus horrores; formó parte de la 51ª División de Infantería de las Highlands, o tierras altas de Escocia, entró en batalla en el norte de África, pero fue enviado de vuelta a casa a causa de un disparo que recibió en su pierna derecha, herida que aún hoy le sigue informando de los cambios de tiempo atmosférico con exactitud matemática; así se libró de formar parte del desembarco de Normandía. Aunque librarse no era una palabra que le gustara para referirse a este hecho, porque en su interior sentía la decepción de no poder rememorar el sonido de las gaitas de su tierra natal en el campo de batalla en un momento histórico tan señalado. Había sobrevivido también a la muerte de su esposa, víctima de la gripe, cuando sus dos hijos contaban con tan solo siete y doce años de edad. A pesar de que hacía casi cuarenta y cinco años de aquello, seguía conservando su recuerdo con mucha ternura, ya que se habían casado muy enamorados. No volvió a casarse, aunque algún que otro escarceo sí que había tenído. Ninguna otra mujer le había parecido bien para volverse a casar, o tal vez, es que el matrimonio ya había perdido para él el brillo de la primera vez. No engañó a ninguna de ellas al respecto, pero es que tampoco era ningún monje. Y, por último, había sobrevivido a la muerte de sus dos hijos, a edades bastante tempranas. Uno a causa de su adicción a las drogas, y el otro, en un desafortunado accidente de tráfico. Ninguno de sus hijos tuvo descendencia, así que cada nuevo día suponía para él iniciar un camino con su andar taciturno y su gesto cabizbajo, puesto que la vida lo había dejado solo frente a un destino silencioso en una casa silenciosa.

Le gustaba madrugar bastante y deambular a esas horas en las que el día se confunde con el ensueño, por la calles de su ciudad natal, Fort William. Hacía tiempo que el encontrarse con conocidos y entablar conversación con ellos se había convertido en una tarea ardua que llevar a cabo, y a esas horas, las personas con las que se iba tropezando no tenían ni tiempo ni ganas de charla, así que, sin duda, no había mejor momento para el paseo. Sabía que pronto su tiempo en este mundo se agotaría, y quería disfrutar a solas de lo único que le quedaba en el mundo, la ciudad que lo vio nacer y sus recuerdos. Tantas vueltas le dio a esos recuerdos durante tanto tiempo, que una mañana fría del mes de mayo algo en su interior cambió. Un acto de rebelión le llevó a encaminar sus pasos a otras horas hacia otros lugares, porque sintió el impulso de cambiar sus tediosos días y hacer algo con su vida, al fin y al cabo, aún no había muerto. No quería que su paso por el mundo quedase en nada, ni el suyo ni el de aquellos a los que había amado. Era su particular última batalla contra la muerte, la muerte de todo lo que acompaña a las personas una vez dejan este mundo, sus recuerdos, sus inquietudes, sus motivos. Había decidido iniciar la elaboración de su árbol familiar. No tenía ni idea de cómo ni por dónde empezar, así que decidió empezar por la historia de la Tierras Altas a ver si encontraba algún hilo del que tirar. De la noche a la mañana se volvió el personaje más popular de la biblioteca municipal, buscando, preguntando, fotocopiando, a cualquier hora de cualquier día allí lo podías encontrar.

El sábado en que Helen acudió a la biblioteca para la lectura de una de sus novelas, como venía haciendo una vez cada cierto tiempo, Edward, levantó la vista y dejó sus ocupaciones para formar parte del numeroso grupo que había acudido a escucharla leer. Disfrutó enormemente de aquel silencio mecido por las palabras, y cuando la lectura terminó, no lo dudó, se acercó a aquella menuda y rubia mujer, con aquellos enormes ojos castaños escondidos tras los cristales de sus gafas, y sin más presentación le preguntó:

  • ¿Escribirás tú mi historia?

A lo que Helen, que llevaba tiempo sin poder escribir nada, le contestó que sí.

Edward, de la mano de aquella mujer, visitó archivos públicos y registros privados de los castillos de algunos de los clanes de aquellas tierras, viajó de la Biblioteca Nacional de Escocia en Edimburgo al archivo de la magnífica biblioteca municipal de Inverness, hasta que sin darse cuenta, habían conseguido estirar el hilo hasta finales del siglo XVIII, donde, definitivamente, el hilo se perdió. Fue el momento en el que sentarse y comenzar a escribir la parte que a él le correspondía contar, tal vez la más dolorosa.

Biblioteca pública de Inverness, Escocia


                                                                                                                                                 
Habían pasado casi cuatro años desde su primer encuentro cuando el ímpetu invertido en aquella empresa comenzó a pasar factura, y con ochenta y ocho años de edad, Edward murió. A su funeral acudieron todos los habitantes de Fort William, algunos buenos amigos hechos en Inverness y en Edimburgo, y los trabajores de la editorial que había publicado sus trabajos de investigación junto con sus memorias un tanto noveladas.

A los viandantes que pasan cada día junto a la biblioteca de Fort William les cuesta no ver a aquel hombre mayor y aquella mujer joven sentados en una de las mesas en una esquina de aquella sala con ventanales a la calle, con las cabezas embutidas en libros y papeles. Pero eso es lo de menos, puesto que Edward había ganado esa última batalla. Y es que ahora no descansa, ni lo hará nunca, ya que su nueva morada no es cualquier cementerio de cualquier lugar, sino uno de los millones de estantes clasificados que hay en el mundo en ese lugar donde habitan todos los muertos que nunca morirán, a merced siempre de unas manos que lo elijan y unos labios que lo lean.


sábado, 8 de abril de 2017

Leyendas de ultramar



Aprendimos a mirar
con la duda entre los dedos y a tientas
descubrimos que al final,
las palabras que no existen
nos pueden salvar, sin hablar.”
Rey Sol. Vetusta Morla

Hubo un tiempo tan antiguo que ni los viejos más viejos que los viejos pueden ya recordar. Hubo un tiempo tan antiguo que las palabras ya cansadas y desgastadas dejaron de repetir sus historias. Hubo un tiempo tan antiguo al que ya nadie se refiere, ni siquiera los sueños pueden saber de su verdad.

Fue en aquel tiempo cuando el titán Hiperión y la titánide Tea engendraron a Selene, la más lozana, la más hermosa, aterciopelada y etérea de sus hijas. Prendados ambos de tanta maravilla, quisieron mostrarla al mundo al tiempo que protegerla, y así fue como la enviaron lejos aunque a la vista de todos, con su abuelo Urano, el firmamento, donde solo se mostraría en todo su esplendor en pequeñas dosis, en el momento del descanso y en fases que irían variando con los días. De este modo, ni permitían su comtemplación constante ni tampoco su olvido, consiguiendo un equilibrio perfecto en los anhelos por ella de los demás titanes, titánides y humanos mortales.

En aquel entonces su tía Mnemósine dio a luz a las nueve musas, al tiempo que el pastor Endimión vino también a este mundo. Pasado el tiempo, este comenzó con sus labores de pastoreo que lo obligaban a pasar las noches a la intemperie, y como no pudo ser de otro modo, quedó prendado de Selene. A ella, que habia pasado la mayor parte de su vida con la única compañía de su abuelo, observaba desde lejos, pero sin perder detalle, todos los acaecimientos divinos y humanos, comenzaron a llenarsele sus noches con una voz tenue pero que templaba su corazón, y que cantaba versos de los que solo se podía descifrar su nombre. Y es que las musas, ya habían emprendido su camino, haciendo del mundo algo mucho mejor. Llenándolo de música, letras, artes y, al fin y al cabo, amor. Y así fue que Selene y Endimión iniciaron un profundo, hermoso y sincero amor. Selene, que conocía el deseo de posesión de sus padres, al que antes de conocer a Endimión, había llamado amor, y anticipándose a su más que segura conspiración para separarlos, pidió ayuda a su tío Atlas. Selene confiaba en él, porque sabía lo que era ser castigado a la soledad más absoluta, ya que él se enfrentaba a toda la eternidad soportando el peso del mundo sobre sus espaldas, sin posibilidad alguna de redención. Y no se equivocó. Atlas, conocedor del mundo mejor que cualquier otro titán o dios que lo gobernase, construyó un fabuloso enclave en un lugar tan recóndito y escondido que jamás nadie lograría encontrar. Selene se desposeyó de su carne y dejó tan solo la roca en el cielo nocturno, y junto a Endimión partieron al abrigo de la noche a aquel jardín del Edén, al que en honor a su creador, llamaron Atlántida.


Apolo a la izquierda canta y tañe la lira, las musas le siguen danzando


Mientras tanto, las musas, espíritus libres y bondadosos que son, se encontraban contentas y orgullosas, celebrando la perfección con la que se había llevado a cabo el plan que entre todas habían urdido. Guardianas de aquel idílico lugar, fueron recorriendo el mundo, inventando rumores y leyendas acerca de aquel magnífico rincón, para que nadie lo pudiera olvidar. Para unos fue una gran potencia militar, para otros la mayor civilización jamás vista en el mundo, pero un lugar que intentar encontrar y saber de su verdad, para todos. Y pasaron los años, los siglos y los milenios. Pasaron los titanes y las titánides, dioses y diosas, héroes, hombres y mujeres; y ellas siguieron invadiendo el mundo con pequeñas dosis aquí y allá, de la maravilla conservada en aquel lugar. La que nunca permitirían que fuese olvidada.

Y, de pronto, unas notas musicales, una estrofa de un verso, o una canción; unas pinceladas multicolor en un lienzo, un paisaje o unos números exactos en un problema matemático tras su resolución. Y el estómago da un vuelco, y se ablanda un poquito el corazón. Son ellas, que en su incansable deseo de hacer de este mundo un lugar mejor, crearon y dejaron bien guardado el amor puro y sencillo, donde las pasiones humanas o divinas no pudieran mancillarlo, y a pequeños susurros al oído del poeta, del músico o pintor, mago o compositor, lo van regalando por el mundo, consiguiendo que cada quien a cada hora en cada lugar, en lo más escondido de su ser a lo único que aspire en el mundo sea a alcanzar ese estado de perfección que solo nos aporta el amar y ser amados. Serán las ciencias y las artes las que siempre hagan florecer la emoción del amor en los hombres, a la vez que se empeñarán en la eterna búsqueda de la Atlántida, ese lugar ideal, que no es más que el mundo entero.


Un mundo mejor es posible, solo cuando el amor echa a andar. Eso las musas lo sabían, y por eso, no nos abandonaron como a naúfragos en medio del mar. 

jueves, 5 de enero de 2017

Ruinas

Visito ruinas y me estremecen las fábulas elugubradas para intentar explicar su rápida y, más que probable, trágica desaparición. Una lagartija recorre las piedras tratando de absorber los tenues e invernales rayos de sol, los que siempre son iguales, seamos los de aquí abajo unos u otros. Las gentes sentimos curiosidad por lo que quedó largo tiempo atrás. Curiosidad triste, sumida en la melancolía, porque sabemos que ese es nuestro designio...desaparecer. Todo nace y todo muere en un ciclo sin fin donde el tiempo es la incógnita. 

Vivo en tiempo de tradición, de festejos que originalmente tuvieron una misión, y con el tiempo los hemos ido adaptando a los tiempos nuevos, a los "tiempos modernos". Mientras los niños festejan el advenimiento anglosajón de monstruos, demonios, vampiros, brujas malas y fantasmas, yo recojo el testigo de mi madre y recorro dos campos santos, acicalando las tumbas de mis muertos. Uno, el de mi ciudad natal, y el otro el de la pedanía que vio nacer a mi rama paterna de mi árbol de la vida. Y visitas obligatorias a aquellos que me vieron nacer, a mí y a mis hermanos, aquellos que nos han querido y nos quieren y, a los que quisimos y queremos como si la misma sangre corriera por las venas. Jamás me he preguntado las razones de tan estrecho vínculo, heredado de tiempos de mi bisabuelo, hecho que desconocía hasta esta festividad celta de Samnhain, convertida en la noche de difuntos por el cristianismo, en la que el velo que separa el mundo de vivos y no vivos desaparece propiciando la comunicación entre ambos; y es este día, cuando la tercera generación de dicha amistad cuenta a mi hermana, que cuando su abuela dio a luz a un niño enfermo de su cabeza, agresivo en ocasiones, mi bisabuelo no dejó ni un solo día de ir a su casa a ayudarla en las tareas que requiriese para con el niño. Acción por parte de mi bisabuelo, del que desgraciadamente no sé el nombre, provocada quién sabe por qué sentimiento de bondad, que unió en el tiempo a cuatro generaciones, aunque intuyo, y por ello lamento, que hasta aquí hemos llegado. Tal vez, por eso, la abuela, ha querido este año, en este día, que ese acto no se pierda en la memoria del tiempo, al menos de momento, y puso las palabras en boca del que fuera mejor amigo de mi padre, queriendo que la piedad que mi bisabuelo mostró, aún no quede en el olvido, y nos ha dejado ese conocimiento como herencia. 

Vivimos el presente, porque es lo único de lo que disponemos, y decidimos que el tiempo pasado, pasado es, y lo olvidamos, pero en su seno alberga grandes lecciones de amor que hacemos desaparecer con la desmemoria, sin darnos cuenta que nos vamos borrando a nosotros mismos, como borrado está el destino que sufrió aquella ruina romana que visité, y sobre la que en mi infancia, tanto jugué y, tanto tiempo pasé, sin saber de su existencia bajo mis pies. 

Somos porque antes han sido, y es nuestra obligación honrarlos.