viernes, 26 de abril de 2013

El enemigo II: En el otro lado

Hoy hace treinta y dos años que me casé con Marieta. No es que me arrepienta, no, pero tampoco es que me sienta orgulloso de mi vida.

Después de pasar un entre aburrido y algo más que predecible noviazgo, nos casamos un cuatro de agosto, bajo una ola sofocante de calor procedente del Sahara.

Todo  transcurrió como la seda, ningún sobresalto, ningún incidente digno de recordar. Todo fue como debía hacerlo. Viaje de novios, trabajo, días tranquilos e hijos. Dos, son dos chavales que durante unos años nos hicieron olvidar que eramos personas y nos convirtieron en exclusivamente sus siervos. De sus llantos, de sus ritmos y necesidades, de sus enfermedades. Unos años después, de sus horarios, de sus actividades, de sus tareas escolares, de su agenda social, y de sus demandas constantes, de dinero, para  satisfacer caprichos, también de aquellas actividades familiares que para ellos eran vitales para poder sobrevivir, y no diferenciarse lo más mínimo de algún que otro amigo más adinerado. Felizmente, aquella etapa pasó. Aunque después solo ha quedado el silencio. Un silencio aplastante provocado quizás por el cansancio. El cansancio de una vida monótona, rutinaria, sin alicientes; una vida en la que cada día es igual a otro. No es que me arrepienta, no, pero hay mañanas en las que me despierto antes que suene el despertador y me paso largo rato imaginándome una vida distinta mientras memorizo cada rasgo particular del techo sobre mí. De niño siempre quise ser astronauta. Cosas de críos. Quién no ha deseado serlo alguna vez. Y ahora ya de mayor, con una familia a mi cargo, me veo pasando largos ratos fantaseando de nuevo con una vida emocionante y llena de aventuras. Me invento que llego a convertirme en miembro de una élite superior. Y que tras varios intentos fallidos de colonización de un planeta lejano, me convierto en pieza clave, con una nueva estrategia para llevarla a cabo, al ser el último de esa estirpe de triunfadores. Y allí estoy yo, en pie frente a la puerta de mi nave, esperando que se abra, digno, vencedor, valiente, y preparado para comenzar una misión que no solo me elevará a la gloria a mí, sino que de mi mano llevaré a la perpetuación de la especie a toda la humanidad. Y allí me veo yo, frente a esa puerta automática abriéndose mientras toda la estancia se llena de una luz cegadora aunque cálida tras el chasquido de la puerta automática, emocionado y dispuesto para la acción.

domingo, 21 de abril de 2013

El enemigo I

La fantasía abandonada de la razón
produce monstruos imposibles: 
unida con ella es la madre de las artes
y origen de las maravillas. 
(Francisco de Goya)
Se puso en pie y se colocó justo delante de la puerta automática que estaba a unos minutos de abrirse.

Respiró profundamente y estiró aún más su espalda, elevando  tanto su barbilla, que casi parecía que miraba hacia arriba. No era más que la emoción del momento, los nervios y la expectación. Toda su vida había soñado con ser uno de los Elegidos, un especial los solían llamar. No sabía muy bien si había perseguido su sueño o su sueño lo había perseguido a él, la cuestión es que había pasado toda su vida preparándose para este momento y allí estaba en el lugar donde siempre había deseado estar. Es tanta la ilusión, el anhelo y el deseo cuando se lleva tanto tiempo esperando, que llegado el momento, el anhelo se transforma en incertidumbre y la incertidumbre en miedo.



Sentía miedo y un estremecimiento que lo incitaba casi a desvanecerse, a desaparecer. Sabía que tras él, ya no habría nadie. Él era el último, y esa idea le oprimía el pecho. Notaba el circular de la sangre por sus venas, la sintió cómo por toda su cabeza, la punta de los dedos de sus manos, la yugular de su cuello, bombeaba con tal fuerza que muy fácilmente podría causarle una apoplejía. El corazón bombardeaba sus oídos. Lo oía en su frenética carrera a no se sabe dónde. Una carrera sin destino ni propósito. Empezó a notar cómo su pecho se agitaba desmesuradamente. Le faltaba el aire. Tanta prisa tenía su corazón en llegar a ningún lugar que el tomar aire se convirtió en un acto tan preciso y frenético como la excitación que sentía. Si la puerta tardaba un segundo más en abrirse sabía que solo tenía dos opciones, en el mejor de los casos, sería un simple desmayo. Y entonces fue cuando se apercibió. La tensión en sus músculos era tal que a duras penas era dueño de su cuerpo. Las piernas se habían quedado clavadas en el suelo. Apenas se sentía con fuerza para mover sus pies un milímetro de donde se hallaban, y sus manos temblaban como una hoja empujada por el viento en una tarde otoñal. Comenzaron las dudas: quizás no debí haber venido, debí elegir una vida sencilla, casarme con Marieta, tener hijos con ella y fichar cada día de nueve a dos. Volver a casa. Volver a un lugar tranquilo, limpio, claro, lleno de amor y juguetes tirados por el suelo. Hijos. Educarlos y ayudarles a hacer las tareas escolares diarias.  Lo recibirían en la puerta de su casa cada día, con una amplia sonrisa, mientras lo llaman ¡Papi, Papi! levantando sus brazos, reclamando su atención, su contacto físico. Cada día sería igual a otro. Y Marieta. Sólo por ver su sonrisa cada día merecería la pena vivir esa vida tranquila. De repente, una ligera caricia, como un tenue soplido por su nuca lo sacó de aquel letargo sentimental, y un escalofrío le recorrió todo su cuerpo. Empezando con un suave hormigueo para ir bajando y repartiéndose por las extremidades superiores, columna abajo y piernas. Por un momento, le invadió el presentimiento de que detrás de él había alguien más. Alguna fuerza quizás, energía propia de aquel lugar extraño,  y sin posibilidad alguna de moverse, se dio cuenta de que no era más que una gota de su propio sudor que resbalaba tímida y fría por su piel, cada vez más tensa dentro de aquella escafandra, la cual veía empañarse progresivamente con el vapor de agua de su propio aliento. Su respiración había alcanzado ya la categoría de jadeo. Estaba al límite del colapso y decidido a renunciar en ese mismo momento. No estaba dispuesto a dejarse, en el más seguro de los casos, allí su vida. No. Ya no quería. Pensó: -si consigo llegar al panel de la izquierda justo detrás de mí, y pulsar el botón Abortar Misión, en un suspiro estaría de vuelta en casa. Empezó a girarse lentamente, aquel maldito traje pesaba como nunca antes. Recordó que sus piernas no le obedecían, pero cuando dispuso de ellas comprobó que se movían con gran celeridad. Ahora ya no era el miedo lo que las atenazaba sino la prisa. Debía pulsar el botón antes que se abriera la puerta. Rápido, más deprisa, he dado un paso, dos, alargo mi brazo, abro la tapa que protege ese mando, ya, al fin, lo tengo...
Lentamente, la estancia comenzó a iluminarse con una luz cegadora aunque cálida tras el chasquido de la puerta automática. Nunca volvería a ver a Marieta, daba igual, no sabía ni dónde debía buscarla.

sábado, 13 de abril de 2013

Dosis de surrealismo III: Teatro del absurdo

                                                     
Tarde - noche recién llegada.

La jornada laboral ha sido dura, como siempre. Y como siempre el Casablanca nos acoge en su seno. Los que allí nos reunimos a diario, lo único que pretendemos es hacer las horas previas al descanso más distendidas, relajarnos y olvidar, o al menos, dejar fuera de aquellas paredes, las tribulaciones del día a día, que, por regla general, aunque no siempre, claro, no tienen importancia vital, aunque nosotros solemos darles prioridad máxima, y como moscas -todos conocemos el adjetivo atribuido a dichos insectos- vienen a zumbar en círculos alrededor de nuestras cabezas. Y allí, entre charlas, buena compañía, músicas, revistas, juegos y unos cuantos etcéteras que se puedan ocurrir, esas moscas - todos conocemos el adjetivo atribuido a dichos insectos- se aburren y se van. 

Acabamos de llegar, el que en ese momento era mi novio al más puro estilo convencional, y yo. No puedo recordar quiénes eran los que allí ya se encontraban sentados en varios taburetes en la barra, aunque sin necesidad de recordar con exactitud podría recitar algunos de sus nombres, puesto que siempre eramos los mismos. Estaban charlando, mientras se escuchaba el sonido de la tele puesta. Llegamos y nos unimos al grupo. La tele se encuentra en la pared, colgada a la izquierda de la puerta de entrada justo a su misma altura, de manera que la persona que sube las escaleras para entrar no puede verla, hasta que ha entrado al local y se coloca frente a ella.

En la tele empiezan a hablar de algo que debe ser interesante, porque capta la atención de todos los allí presentes. Así que, abandonamos la charla y todos sentados en los taburetes, frente a la tele, mirando hacia arriba muy concentrados en el aparato y en lo que de su interior salía. En eso nos hayamos cuando por el rabillo del ojo vemos a alguien que sube por las escaleras. Pero, lo que dicen en la tele debe ser tan cautivador que nadie mueve un músculo ni pestañea, cuando vemos a ese cliente amigo llegando. Ve la escena que estamos representado a través de la cristalera y lleno de curiosidad rápidamente entra para ver  qué están emitiendo que tan absortos nos tiene, cuando en el mismo instante de su entrada, la tele se apaga, él se gira mira la tele y la ve apagada, un silencio absoluto, y a todos nosotros, que no nos habíamos movido aún, pendientes de una pantalla negra. Todo sucede en décimas de segundo, y el pobre con cara de espanto, dice:

- ¡¡¡Ehhhhh !!! ¿¿Pero qué estáis haciendo??

(Dicho en voz muy baja y hasta un poco asustado: todos recordamos la primera parte de la película Poltergeist).

Nos damos cuenta de la estampa y ya pues se puede uno imaginar el cachondeo.

martes, 9 de abril de 2013

Niños



Niños.


"Esos locos bajitos".




Lástima que olvidemos quienes fuimos...¿lo olvidamos? ¡Ay, espero que no! Yo tengo claro que no la he olvidado, a mi niña, la mimo y la cuido como si de algo mío se tratara, pero ¿y tú?
Hay veces en las que se hace muy cuesta arriba estar con ellos y mantener el tipo, aunque, básicamente se trate porque debemos mantenerlo acorde a unos cánones establecidos de cómo es como debe comportarse el adulto, pero ¿qué adulto? si estamos deseando en cualquier momento de soltarnos la melena y actuar como ellos y, ¡ay de aquel que no desee en su más secreto interior no hacerlo! Pero siempre hay que mirar a los lados y ver quién es quien nos puede estar viendo.

Cuando me suceden cosas como las de hoy, no es risa lo que me provoca, ni siquiera gracia, es una profunda ternura por unos seres, que en su más genuina inocencia, son capaces de pensar y hacer palabras sus pensamientos, sus disquisiciones mentales, sin ser conscientes siquiera del alcance de aquello que están diciendo. ¡Adoro los momentos que me regalan! y, en definitiva, ¡adoro a los niños! Por su simpleza, por su inocencia, por su ingenuidad, por su autenticidad, por su alegría, y por su falta de maldad aún cuando hagan maldades, porque no van buscando hacer el mal, sino la diversión, la broma y la risa, simple y llanamente.

Estoy ayudando a resolver un problema de matemáticas a una de mis niñas que aún no tiene los nueve cumplidos. Aún está copiando el enunciado, un poco largo, y mientras ella escribe le voy anticipando que este problema es un poco más difícil que los anteriores. Ella que va prestando atención a lo que copia, me dice:

- Yo estoy pensando un poco lo que hay que hacer, pero no estoy segura de si lo que pienso está bien o no.

Para de copiar, me mira, y con esos ojos grandes llenos de ganas me pregunta:

- ¿Está bien lo que estoy pensando?

¿Y qué le puedo contestar yo ante tamaño concepto que tiene sobre mí? ¡¡¡Qué me hace capaz de leerle el pensamiento!!!

Acabamos de hacer matemáticas y cambiamos a inglés. El angelito quiere hacerme una demostración de sus grandes conocimientos del idioma, puesto que su madre la lleva a una academia especializada. Comienza a preguntarme el significado de palabras, poniendo a prueba mis conocimientos del mismo. Claro, si yo sé lo que me pregunta pues lo contesto, hasta que cansada de que acierte siempre, me dice:

- ¡¡¡¡ayyyyyyy, dime una que no te sepas!!!!

¡Ay, chiquita! ¿si no me la sé cómo te la voy decir?


(Finalmente, ha dado con una que no sabía: Guess it!)