lunes, 25 de abril de 2016

En días de infortunio



Dicen que cuando una puerta se cierra se abre una ventana y, que cuando alguien dice que no cree en las hadas una muere en el País de Nunca Jamás.

Margarita no entendía de problemas laborales, ni de problemas económicos, sociales, culturales ni sentimentales; no entendía que nacer y vivir en este mundo es solo una cuestión de suerte. Ella nació siendo víctima, como también nacieron víctimas sus hermanos, y como anteriormente nacieron víctimas su madre y su padre también. Víctimas de un sistema, de una sociedad y de una forma de vivir. 

Margarita llegó la tercera, y tras ella llegaron dos niños más, siendo ella la única niña en el ecuador de cinco hermanos. Nació simpática, guapa, con un salero y un desparpajo que conmovía y enamoraba a quien la conocía. Virtudes que en este mundo bien podían ser un premio o convertirse en motivo de esclavitud.

Cuando su padre y su madre sin proponérselo acabaron siendo padres por primera vez, eran demasiado jóvenes. Hijos de familias que, a su vez, sus padres habían sido demasiado jóvenes, e inmersos en un círculo de pobreza e incultura que les impedía avanzar. Pero estos niños habían nacido bajo buena estrella. Se criaban gracias a la caridad, a medias estatal y a medias cristiana.  Internos en un colegio, estaban bien alimentados, bien vestidos, iban a la escuela a diario, gozaban del calor de maestros y compañeros, supervisados por la gran institución estatal, pero también y más importante aún, gozaban de un padre, que a falta de grandes entendederas les daba lo único que podía darles, la dedicación que les era permitido y el amor fraterno que ni la pobreza ni la falta de letras le podía arrebatar. Amor que era correspondido por esos cinco niños que sentían por él verdadera adoración.

Y así se fueron sucediendo los años de la mejor manera posible, hasta que un día, cuando Margarita era una niña de siete, aquella buena estrella cambió de destino, y un día de vacaciones de Navidad, su madre decidió que ya no los quería más, que correría tras aquel galán guapo de brazos fornidos, que le prometió una vida plena a un millar de kilómetros de su pueblo natal. Se los metió debajo del brazo, y al responsable que había de guardia aquel día en el cuartel le dejó de regalo a los cinco que un día viera nacer, mientras su padre se desgarraba impotente tras los muros de aquel cuartel esposado de pies y manos por culpa de una ruin mentira. Y así fue como la buena estrella de aquellos niños se apagó.

No pasó mucho tiempo hasta que el furgón que vendría a llevarlos a una nueva casa, que no un hogar, aparcara a la puerta de aquel lugar, y al subir Margarita junto a sus hermanos llorando y temblando de miedo, sintió el fuerte portazo tras de sí. Pero no hubo ninguna ventana que se abriera por ningún lado dejando entrar una ligera brisa con la que volver a respirar.  

Hoy han pasado once años desde aquel día. Hoy es el décimo octavo cumpleaños de Margarita, aunque no hay nada que celebrar, tan solo una maleta junto a una puerta que nunca cruzó de la mano de una nueva madre que la quisiera. Margarita sabe que la van a ayudar, pero hoy recuerda a sus hermanos, a los que perdió cuando los adoptaron y a los otros que perdió el día que cruzaron la misma puerta que hoy ella debe cruzar. Siempre soñó con el reencuentro, pero no sabe ni cómo ni por dónde empezar. Y firme bajo el umbral de la puerta, agarra fuertemente la maleta, respira hondo, y con el miedo mordiéndole la boca del estómago, unas palabras no dejan de revolotear  en su cabeza, unas palabras que leyó en algún cuento infantil: “no creo en la magia, no creo en las hadas”, se repite. No se atreve a pronunciarlas en voz alta por temor a ser ella el hada que muera en el País de Nunca Jamás.