sábado, 4 de abril de 2020

Camino sin retorno


Un camino de ida lleva implícito un camino de vuelta. 
Pero cuando partimos no tenemos la certeza de si habrá donde volver. 


El planeta era un lugar casi desierto y devastado. Los peores pronósticos acerca de los cambios en el clima se habían cumplido, más aquellos con los que nadie contaba a comienzos del siglo XXI. La especie humana se iba adaptando pero lo más difícil de afrontar era el lento pero incesante goteo de desapariciones de especies animales, cobijadas todas bajo el mismo Sol. 

Los humanos se aferraban a su supervivencia haciendo uso de todo el saber que a lo largo de toda su indefinible existencia había adquirido, y empleaba todos los recursos de los que disponía en la búsqueda de una vuelta atrás, de una panacea universal que permitiera la cura del hábitat que durante milenios había brindado todo y ellos, sistemáticamente, habían masacrado.

Solo quedaban las ganas de trabajar, en un entorno hostil, para que todo volviera a ser como antes. Habían superado guerras provocadas por la escasez, por los vaivenes de un clima que variaba a la velocidad con la que cambian los colores del cielo en un ocaso estival,  golpeando siempre ferozmente. Habían sobrevivido al éxodo de población de unos lugares ya inhabitables a otros al borde de estarlo. La población mundial mermaba hasta límites insospechados. 

El ser humano sobrevivía de la mano de su mejor aliado, el deseo de supervivencia,  y de su peor enemigo, el miedo. Un miedo ancestral a la muerte, forjado a fuego en cada célula de su ser, magnificado ahora por el miedo a la aniquilación de la especie. 

                                                       
                                                                        * * * * * * 


Domingo, día ocho del segundo mes del año 2112

El campamento base estaba montado lo más próximo posible al lugar donde el barco estaba atracado. No sabían exactamente el tiempo que les llevaría completar la misión, pero debían estar preparados, ya que aquella zona solía ser golpeada por tempestades con bastante frecuencia. 

Eran las cuatro de la madrugada cuando sonó el despertador. Maggie soñaba con su hija, Charlotte. La echaba inmensamente de menos. Tan solo tenía unos meses de edad cuando reclamaron su incorporación. No lo dudó. Su trabajo era mucho más importante si quería dejarle un mundo mejor que el que habían recibido de generaciones anteriores.

Ahora ser madre era casi biológicamente imposible, dado el impacto de las radiaciones solares en los seres vivos expuestos por la escasa protección que la atmósfera podía ofrecer. El caso de Maggie y Axel había sido algo excepcional. 

A las cinco y media todo el equipo estaba dispuesto para salir. El día estaba despejado, lo que les infundió buen ánimo al alejarse del campamento. En grupos de cuatro se montaron en los vehículos blindados, preparados para soportar en cierta media ataques de los elementos, y partieron rumbo a lo que quedaba de la Plataforma de hielo de Ronne, al noroeste del continente antártico.

El equipo de Maggie aún no había llegado a su destino cuando recibieron un aviso por radio. Apenas se entendía lo que decía Muriel por culpa de las interferencias, pero antes de que la conexión se cortara abruptamente, acertaron a escuchar la temida palabra,  tormenta. 

No necesitaron hablar, ni siquiera mirarse para saber que ya estaban muertos. 

Mientras Nadine aceleraba en un intento inútil de encontrar un lugar resguardado, Maggie, René y León se afanaban en buscar en sus ordenadores las coordenadas de la tormenta y del resto de equipos, si es que aún emitían señal. Por suerte, apareció a su derecha una gran oquedad en una mole de hielo bastante próxima, por lo que Nadine se dirigió hasta allí, se adentró todo lo que pudo y detuvo el vehículo lanzando los ganchos de anclaje al hielo. Desconocían la magnitud de la tormenta, por lo que expectantes, se aferraban a la esperanza de que no provocase una gigantesca ola. Durante la angustiosa espera, cada uno de ellos se despidió de su existencia como mejor supo, aferrados a aquello que diera sentido a su vida. Y otra vez el miedo.

Maggie susurraba al micrófono de la emisora de radio unas palabras imperceptibles como una letanía.

Con los ojos cerrados se imaginaba que era Dorothy, volando dentro de su casa al mágico mundo de Oz. No sentía nada, ni el golpe que su cabeza se dio contra la pared del vehículo en el momento del impacto de la gran ola, que en décimas de segundo los sacó a alta mar engulléndolos el Océano Atlántico, ni los continuos golpes de los objetos que volaron en el interior del pequeño habitáculo, ni los gritos de sus compañeros, sus amigos, ni siquiera sabía si gritaba también. Solo veía su casita volar y volar hasta que la masa de agua helada le impidió respirar.


                                                                     * * * * * *


El regreso de cinco miembros del equipo, de los diecisiete que habían partido, fue un desfile de tristeza ante el comité de bienvenida, formado principalmente, por algunos miembros de sus familias y de las de los desaparecidos, así como el equipo científico, envueltos todos en un mar de lágrimas desconsoladas y cálidos abrazos que intentaban enjugarlas. Otra misión fracasada y, de nuevo, tantas vidas perdidas.

Reunidos en una pequeña sala pudieron escuchar la grabación que habían recibido el fatídico día. Mientras todos mostraban el rostro ensombrecido por la certeza de la pronta rendición, escucharon nítida y claramente la voz de Maggie que repetía: decidle a mi niña que no tengo miedo.

"Si no mueren de amores"*



No era lo corriente ni estaba bien visto por las gentes, pero la amistad que había surgido entre aquellos tres chavales no era fácil de deshacer. Nacieron el mismo año y siendo vecinos desde pequeños, era inevitable que dieran sus primeros pasos juntos en aquella calle empedrada del barrio de San José en Almendralejo.
La asistencia de Pepe y Manolo a la pequeña escuela cuando contaban con seis años, supuso para ellos, pero, sobre todo, para Dolores, un duro golpe. Tenían ya una edad en la que debían empezar a aprender los roles que la sociedad les tenía asignados por sus respectivos géneros. A Dolores no le correspondía ir a la escuela, su obligación era aprender a cocinar, coser, fregar… Aunque su madre no solía darle golpes, la primera mañana en la que los niños se encaminaron a su primer día escolar, se llevó unos buenos azotazos porque por más que su madre tiraba de su mano, ella tiraba aún más, intentando zafarse de la huesuda mano mientras gritaba con un llanto desconsolado, para correr detrás de sus amigos, mientras que los chicos avanzaban mirando hacia atrás con la misma pena ahogada en el pecho que el que se dirige al paredón. Y fue en ese momento cuando aprendieron la primera palabra que les enseñó la escuela: injusticia.
Este hecho marcó el curso de las inquietudes intelectuales de los tres. Se resistían a dejarse envolver por tremendo error que cometían todos a su alrededor de forma tan naturalizada, y la forma de sublevarse contra él, fue convertirse en los maestros de Dolores. Todo lo que ellos aprendían por la mañana se lo enseñaban a ella después.
Pasaron los años, y si en la infancia había sido difícil, en la juventud ya no podía ser. A Dolores no dejaban de merodearla abejorros que ella espantaba con un aplomo que angustiaba a su  madre cada día más. <Verás como la niña se queda solterona>, decía su madre con desesperación. Y es que no sabía de la misa la mitad. Los tres insurgentes, de forma velada, se veían, al menos, tres veces por semana, al abrigo nocturno de la pared del cementerio con la única finalidad de leer, hablar y discutir. Habían inventado su propio sistema de comunicación, dejándose notas escritas en lugares secretos, concretando el día y la hora en que se verían. No tenían miedo de que las descubrieran, puesto que casi nadie sabía leer, y aun sabiendo, no hubieran podido descifrarlas. El ejercicio de aprender en la mañana para después enseñarle a Dolores, los había acabado convirtiendo en unos eruditos a los tres.  
Sus tertulias abarcaban cualquier tema, pero el centro en aquellos días se reservaba para la situación política del país. Habían hablado, discutido tanto que el día que pudieron ir a votar los tres, les supo a gloria bendita. Al fin la mujer podía formar parte activa de la democracia.

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El verano venía muy caluroso y la gente aguantaba la respiración tras lo sucedido los días 17 y 18. Los partes que trasmitían por las emisoras madrileñas no auguraban nada bueno. El miedo y la incertidumbre encogían el pecho de todos y, mientras, los tres amigos elaboraban un plan alternativo en caso de que sucediese lo peor en esa España suya.  
El 7 de agosto, las dudas quedaron resueltas.
El sonido de los cañones a lo lejos les estremecía en su caminar cansado y callado, escondiéndose por los campos, esquivando tiros, comiendo hierbas y bebiendo agua de los charcos. Debían irse. No podían formar parte de aquella barbarie. Ellos no. Ellos que conocían el amor y el respeto. Ellos no.
A la ventura, habían puesto rumbo a Portugal, sin saber que la traición del país vecino les estaba aguardando. A finales de agosto morían degollados a manos de los hombres del comandante Juan Yagüe, el carnicero de Badajoz, mientras, como si de un viento fresco se tratara, un lamento, un llanto o una canción les acarició el alma como una nana:

Tristes, tristes guerras
si no es de amor la empresa
Tristes, tristes armas
si no son las palabras
Tristes, tristes hombres
si no mueren de amores (…) *(Miguel Hernández)

lunes, 27 de agosto de 2018

Madres



-                                  - 



                   -     Hay que adaptarse a las nuevas circunstancias.

Eso fue lo último que escuchó antes de que su pensamiento volase lejos. Tan lejos que apenas podía recordar a aquellos que conformaron su universo, sus amigos, cuando no eran más que adolescentes en una lánguida tarde primaveral, sentados en un banco del parque fantaseando sobre su futuro. Fue entonces cuando supo que todo lo que ansiaba en la vida era ser una madre.
Acababa de salir de la consulta del psicólogo. Hacía una semana que le habían dado el diagnóstico definitivo. No podría ser madre. Así, sin más. Todos los cimientos sobre los que se sustentaba su vida se habían desmoronado, y aunque sabía que la única opción que quedaba era recomponerlos y empezar de cero, solo necesitaba unos minutos, solo unos minutos.

Caminó ausente hacia el banco en el que todo empezó, aquel en el que el verano huele a sauce siempre. Se sentó y en un profundo suspiro que inundó el aire, acunó amorosamente a esa niña que nunca llegaría a ver, y arrulló con ternura a ese niño al que nunca podría acariciar. Aunque sabía que jamás dejaría de amarlos, porque el amor tiene múltiples formas de manifestarse y son muchas las diferentes maneras de ser madre.  

lunes, 23 de julio de 2018

De animales y hombres





Nos toca levemente y nos regala su aliento, pero no es nosotros mismos. La veneramos y transgredimos como si fuera nuestra pero la Vida es supremo don que nos trasciende. 

                                En los soportales, Pilar
               https://porticus-pluviis.blogspot.com/



Es posible que tengamos algún tipo de predisposición, puede que genética, a establecer vínculos afectivos  y de apego con ciertas especies animales, como son los perros y los gatos. Desde tiempos prehistóricos ambos han convivido con nosotros de diferentes maneras, dada su forma diferente de ser. Es cierto que, en gran medida, existe una vinculación especial del ser humano con estas otras especies, tanto que nos afecta especialmente su sufrimiento, sobre todo, si ese sufrimiento viene infligido por el ser humano. Pero también es cierto que, a pesar de que vivimos rodeados de vida, los seres humanos no nos apercibimos de ello, tal vez a causa de que el ser humano ha ordenado el mundo en función de una escala de valores, que no por ser la estándar la hace más cierta. 

Veo con mucha frecuencia reflexiones, vídeos, imágenes en relación al respeto que debemos mostrar por estas especies animales, perros y gatos, y todo eso está muy bien. Aunque cada vez que veo una reflexión, una imagen o un vídeo de este tipo me pregunto por qué esas personas que hacen esas reflexiones o que las comparten no dan un paso más allá. 

Un toro y una vaca son animales herbívoros, absolutamente inofensivos para con los hombres. Un cerdo tiene el nivel intelectual de un niño de tres años. Las ocas y las gallinas desarrollan vínculos afectivos con quienes se relacionan, como las cabras y las ovejas, hay muchos ejemplos más del nivel intelectual y afectivo que a día de hoy sabemos que tienen la mayoría de especies animales. No soy bióloga, ni ninguna otra profesión que pueda aportar alguna teoría a la que rebatir al respecto. Solo puedo decir que tomé una decisión hace ya algún tiempo en base a los sentimiento encontrados que despertaban en mí ciertas historias que leía y conocer el infierno que se esconde tras los muros de los mataderos o cualquier otro lugar donde se lleve a cabo explotación animal, eso añadido a que desde siempre, sentía culpa y tristeza ante la carne en el plato, no siendo capaz de desligarla del animal que en vida fue. 

En mi humilde conocimiento del mundo sé que el hombre ha ido evolucionando y adaptándose a este de un modo muy peculiar, muy diferente al del resto de miembros del reino animal y el reino vegetal. En lugar de adaptarse y ser uno más de la cadena, ha hecho que el mundo se adapte a él, siendo él el centro mismo de toda la creación, lo que se conoce como antropocentrismo. Esto conlleva que todo lo que nos rodea es propiedad del hombre, y tiene únicamente el valor exacto que pueda aportar al hombre. Volviendo a los perros, de ahí que el cazador abandone a su suerte al perro, en el mejor de los casos, cuando ya no le rinde por ser demasiado viejo. 

Tomar la decisión de dejar de usar cualquier forma de vida y respetarla en la mayor medida de la que se es posible es afrentar al status quo, ni más ni menos, y por ello, saber que se va a ser continuamente juzgado. Es dejar de estar cómodo, porque alimentarse, lavarse, vestirse de un modo distinto a lo que encuentras por todos lados puede resultar difícil en los comienzos. Es estar en continua alerta para no cometer ningún error, y llevar un ejercicio de perdón casi permanente contigo mismo cuando los cometes, porque se cometen, y de perdón y respeto a los que te rodean y quieres. Es cambiar toda tu forma de vivir, y por ello, exige un grado de compromiso  muy grande  pero, a su vez, ese grado de compromiso lleva unido, como la noche lo es al sueño, un grado de satisfacción tan grande que ya no hay marcha atrás por mucho que sea el sufrimiento que conlleve.

A veces, me gusta pensar, que aquellas personas que me rodean, a las que quiero y que sé que aman a los animales, en algún momento su nivel de conciencia dará ese salto, el que llegue a producirles auténtico pavor meter  cualquier trozo de carne en su boca, como si de un trozo de carne humana se tratara, y en lugar de ver comida en el plato, vean un ser que amaba su vida, como todos bajo el sol, que amaba a su madre, como todos los hijos, que jugaba con sus hermanos, y que no vino a este mundo a servirnos, sino a vivir la maravillosa Vida que se nos ha regalado a todos por igual en este planeta minúsculo y perdido en el universo. 

Si esa vida la hemos convertido en un infierno no es culpa de ellos, es solo nuestra. 

Me suele resultar muy difícil hablar de este tema con las demás personas por dos razones que tienen una correlación de causa y efecto. Tratar de explicar a alguien que me pide mis razones para dejar de comer animales y rechazar cualquier producto que tenga un origen animal me supone un gran esfuerzo emocional puesto que debo sacar a flor de piel unos sentimientos profundos y dolorosos, por lo que la explotación animal supone, y por regla general, no suelo encontrarme con modelos de empatía, más bien al contrario, personas que al sentirse con la autoridad suficiente para juzgar, recriminar, rebatir, mofarse o hacer leña del árbol caído, todo ello de una decisión mía propia que afecta sólo a mi vida y mi persona y tiene que ver con mi forma de ver y entender la vida, me hace todo más doloroso aún, aunque mi apariencia exterior sea normalmente de enfado. Es por ello, que son mis amigas, las que al acudir a un lugar nuevo donde no me conocen, piden por mí, lo han hecho de forma inconsciente desde el principio, tal vez por esa empatía innata que ni se sabe que se tiene, porque yo no me siento con la fuerza suficiente para hacerlo una y otra vez,  y es por ello por lo que les estaré eternamente agradecida. 

domingo, 29 de abril de 2018

La futilidad de lo mundano vs. la trascendencia del ser







“Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo... como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir.”
Blade runner


Empiezo a sentirme bastante cansado. Tengo la sensación de haber vivido una eternidad. Tal vez verdaderamente sea una eternidad, pero según el tiempo del cosmos tampoco es tanto tiempo. ¡Tiempo! Recuerdo a mis hijos, la importancia que le daban a este. Puse demasiadas expectativas en ellos, es verdad, pero los amaba, ¿cómo no hacerlo? ¡Eran mis hijos! A veces los echo de menos, estaba siempre muy atareado con sus tribulaciones, y ahora estoy un poco aburrido, aunque he aprendido a pasar el tiempo fisgoneando en la vida de mis vecinos más cercanos. Les di todo lo que necesitaban y, sin embargo, nunca les pareció suficiente. Por eso acabé con ellos.

¡Me he esforzado tanto toda mi vida! Y llegado ya el ocaso, me siento solo, aunque, en realidad, si lo pienso detenidamente, siempre lo he estado.

Me gusta darle vueltas y más vueltas al pensamiento, buscando razones y fundamentos de todo, ¿a ustedes no? Desde mi posición privilegiada sería fácil pensar que tengo todo el saber en mi haber, pero ¡qué va!, nada más lejos de la realidad. Cuando empecé a tener un poco de cabeza para entender en donde estaba metido me sentía un vitalista, de ahí mis hijos, seres vivos que con sus propias fuerzas explicarían todos los procesos biológicos. Más tarde, los hechos me llevaron a convertirme en un existencialista. El conocimiento de la realidad para mí se basaba en la experiencia inmediata de mi propia existencia, por eso quité de en medio a mi prole. Y ahora me he convertido en un nihilista de manual. A pesar de mis años y mi experiencia en este mundo, no he llegado a comprender nada, y es que estoy seguro de que no hay nada que comprender. Me han coronado rey y ascendido a las glorias de la divinidad, pero lo cierto es que no soy más que uno de tantos que vive siguiendo las leyes de la física y que, como todo en este mundo, está llegando a su fin. “Somos destinos de muerte”, leí una vez por ahí. Tengo curiosidad por saber qué sucederá después, pero no estoy seguro de que vaya a saberlo.

Tanta charla me está agotando. La charla y el sobreesfuerzo que tengo que hacer últimamente en mi expansión engullendo materia. La Tierra iba en el último lote que me he tragado. ¡Claro!, de ahí que me haya acordado de mis hijos. Hacía bastante que no pensaba en ellos. Desde que perecieron abrasados tras la aterradora tormenta que provoqué, todo ha estado en un absoluto silencio que me ha permitido descansar, reflexionar sobre mi existencia y dormitar, y es que habían generado tanto ruido que era imposible echar una siestecita. Tan sólo, de vez en cuando, el silencio es sobresaltado por alguna explosión aquí o allá, o las cosquillas provocadas por el paso de algún cometa. 

Me ha entrado la nostalgia de aquellos tiempos. Nostalgia, y un poco de tristeza. Soy consciente de que no soy más que un avatar sin importancia del cosmos, próximo a generar nuevos estados de la materia mía propia y de la de mi alrededor. Pero siento tristeza al pensar que cuando ya no pueda más y de mí no se desprenda ya ni el más mínimo rayo de luz y calor, y sólo sea frío y oscuridad en estos que fueron mis dominios, el recuerdo de todo lo que crearon esos incautos humanos, su música y su poesía, su amor y también su odio, sus grandes obras maestras y sus más aberrantes miserias, desaparecerá para siempre en la vasta inmensidad del misterioso espacio que tengo ante mí.

domingo, 7 de enero de 2018

Volveremos a encontrarnos

Soy tu amo..., eres mía.
Parece que no puedo poseer tu alma
sin perder la mía.”
Forastera, Diana Gabaldon



La noche del ritual de los sueños compartidos, Wakanda, la de poder mágico, compartió con el resto del clan uno de los sueños que más recientemente había tenido y que la había inquietado como hacía mucho tiempo que ningún otro sueño lo había hecho. Era la pupila del chamán. Sus cualidades, así como el hecho de ser una elegida del Gran Espíritu, la habían convertido en un miembro reconocido del clan Águila, perteneciente a la gran nación iroquesa, desde muy temprana edad.

Wakanda no había soñado con muertes, con espíritus malignos, ni tan siquiera con desastres naturales. Había tenido un sueño hermoso. Era una cálida noche de verano, y ella estaba tumbada sobre la fresca hierba del prado, contemplando plácidamente la lluvia de estrellas que todos los años se sucedía desde tiempos inmemoriales. Entre todos los miembros del clan llegaron a la conclusión de que se trataba de un sueño de mal agüero.

Cuando pasó la estación fría, empezaron a verse por la zona hermanos lakotas, pueblo de las grandes llanuras, nómadas que iban cambiando su residencia en busca de rebaños de bisontes. No era la primera vez que, alguna mujer de su clan se había unido con uno de estos hermanos, y por tanto, había sido asumido como un miembro más del clan. Y así fue como Magena, luna creciente, se unió a Logan, nube en lengua sioux, dejando patente para el chamán que ese era el origen del sueño de Wakanda.

Para Wakanda, la unión de Magena con aquel hombre, fue peor que cualquier tortura. Habían crecido juntas, sus familias habían ocupado espacios contiguos en la casa comunal, y lo que las unió desde pequeñas iba más allá de lazos de hermandad o amistad. Los demás miembros del clan lo sabían desde que eran pequeñas, ambas eran dos-espíritus, hecho que fue considerado como un regalo del Gran Espíritu para con el clan. Y, por ello, desde pequeñas, gozaron del respeto y admiración de todos, siéndoles otorgado un grado mayor de libertad de lo que era normal para los otros niños.

Gustaban de ausentarse, se escabullían del resto de niños para estar solas, y era de su gusto ir al lago, a bañarse en tiempos de calor, y en tiempos de frío, a deslizarse sobre la gruesa capa de hielo que sobre él se formaba. Según fueron creciendo, esos lazos se estrecharon más allá del plano espiritual para materializarse en el plano físico. Wakanda recordaba con especial ternura cuando Magena, supo de la muerte. Ella tenía mayores conocimientos de la vida, instruída desde pequeña por el chamán, pero entendía que para el resto de niños tomar conciencia de la muerte era un momento bastante difícil de superar. Así que, limpiándole las lágrimas de las mejillas, comenzó a explicarle con extrema ternura:

Cuando morimos, una parte de nuestra alma se refugia en un limbo de recuerdos donde, paciente y descansada, alimentándose del propio humor que desprenden esos recuerdos, espera el momento y el lugar adecuado al que debe regresar. En cierto modo, eso nos convierte a todos en un único ser, compartiendo todos, los sentimientos que en otros tiempos u otros lugares compartieron otras personas antes que nosotros. Nos buscamos por el mundo, hasta que, por fin, nos encontramos. Por eso, no llores, preciosa luna creciente, porque no importa el tiempo que pase, nos volveremos a encontrar.

Por eso, Wakanda, el día que Magena se unió a Logan, sin comprender qué había sucedido, se refugió en el lugar más oscuro que se pueda encontrar en el alma de una persona. Y el chamán temió no sólo que no regresase sino que se perdiese en ese laberinto de múltiples e inciertos caminos de los que se construye el alma humana.

Magena era, lo que en honor a su nombre debía ser, inmadura, voluble e inconstante.
Cualidades que, a pesar de los inconvenientes, la convertían en un ser adorable. Pero tras esas cualidades, se escondía una sombra que ni el chamán había sido capaz de descubrir. Una mañana, Magena fue a visitar a Wakanda, pero esta había encontrado un refugio en su mente donde se encontraba agusto y, en cierto modo, tranquila. Veía a Magena hablarle, pero apenas la escuchaba, y Magena se fue. Pudieron pasar horas, tal vez, hasta que algunas palabras empezaron a sonar en la mente de Wakanda, como si fuesen un eco o una ensoñación: ira, deseos, odio. Y, de pronto, dando un respingo, comprendió. Echó a correr, sus pasos la guiaban sin ella dar órdenes, hasta una cueva alejada del poblado. Llegó justo a tiempo de impedir el asesinato, pero se quedó mirando como Magena caía sobre Logan, que no esperaba esa actuación de su adorable compañera, como un animal rabioso, sacando toda su furia interna gritando y tirándolo al suelo mientras intentaba clavarle un puñal sobre el corazón. Logan le sujetó la mano y, a pesar de sus esfuerzos, la mano que empuñaba el puñal no cedía ni un milímetro, cosa que hacía enfurecer a Magena aún más. Entonces Wakanda, despidiéndose de sí misma, dejó caer su cuerpo sobre el cuerpo de Magena mientras empujaba con todas sus fuerzas su hombro hasta que el puñal entró lentamente en el corazón de Logan.

Se hizo un silencio atronador con el único sonido de ambas respiraciones. Hasta que Magena, incorporándose y recobrando la compostura fríamente exclamó:

̶  No importa, volveremos a encontrarnos.

Wakanda dejó de mirar fijamente el cuerpo de Logan tendido en el suelo sin vida, para mirarla fijamente. Debió haber sentido un estremecimiento por todo su cuerpo al escuchar esas palabras, pero en cambio, no sintió nada.

Sabía que jamás podrían volver, sabía que Magena albergaba al espíritu maligno en su interior, y también sabía que su propia vida peligraba junto a ella, una vez desatado el mal. Así que, cuando se dispusieron a abandonar la cueva, Wakanda respiró hondo, y junto a Magena, el otro dos-espíritus al que amaba con todas las fuerzas de su existencia, y que había sido considerado por el clan, junto a ella misma, un enviado por Manitú, se sumergió en un camino desconocido e incierto, como inciertos y desconocidos son los caminos que construyen el alma humana.

martes, 19 de diciembre de 2017

Fin


No hay más realidad que la que tenemos dentro. Por eso la mayoría de los seres humanos viven tan irrealmente, porque creen que las imágenes exteriores son la realidad y no permiten a su mundo interior manifestarse.” 

H. Hesse



La noche ha caído
en el camino arbolado,
por el que de cuando en cuando
dirijo mis pasos
hacia un destino tan cierto
como desesperanzado.
Todo empieza con el viento
ese viento unas veces suave
otrora huracanado;
llega anunciando el desvarío
de una historia que no por conocida
es menos deprimente.
Sé, que pasado un tiempo,
sólo me espera la muerte.
Despertando mi conciencia
vine a verme en esta suerte de artilugio
parido por alguna mente perversa,
que me convierte
en marioneta de unos hechos,
en carnaza en un día de pesca.

Noventa y tres.
Noventa y tres es el número.
Noventa y tres es mi sino.
No sé qué significa,
no sé quién lo establece
pero sé que es el número que marca mi destino.

No recuerdo mi nombre,
no sé por dónde haya venido
solo sé que mis pasos avanzan
torpemente por el camino,
envuelto en sombras que
ennegrecen mi entendimiento,
cuando de nuevo lo percibo,
ese murmullo, ese ruido.
Algo me persigue.
Y esa voz que me atosiga
mientras mis pasos se atropellan en la huída.
De pronto, me salen al paso.
Me rodean y me acorralan,
y al verlos frente a frente
los recuerdos se agolpan en mi mente.
Y es entonces cuando comprendo
que todo esto ya lo he vivído.

Noventa y tres.
Noventa y tres es el número.
Noventa y tres es mi sino.
No sé qué significa,
no sé quién lo establece
pero es el número que marca mi destino.

Mi nombre es Juan,
y ahora sé cuál es mi delito.
Intento cambiar el recorrido,
mas mis piernas no obedecen mi mandato.
Aunque recuerdo, aunque estoy vivo
sé que la muerte me ha acechado antaño
y sé que es hoy, de nuevo,
cuando me arranque de su lado.

No recuerdo cuál es su nombre,
mas si me concentro
son un ciento los que van y vienen
sólo nombres, sólo caras
atormentando más mi enloquecida mente.
Son ellos quienes me persiguen,
-aquellos a quienes mi corazón ama-
son ellos quienes me matan.
Son ellos quiénes me apremian
quiénes buscan sólo mi muerte.
Y de nuevo el viento
y de nuevo el eco:

Noventa y tres.
Noventa y tres es el número.
Noventa y tres es mi sino.
No sé qué significa,
no sé quién lo establece
pero es el número que marca mi destino.

De nuevo ese viento que, ahora sí,
anuncia el final del camino.
Hago aspavientos, golpeo al aire
a esas voces que ensordecen en un silencio enfermizo.
Y grito:
¿por qué me queréis muerto?, ¿por qué me habéis elegido?
Caigo por el precipicio.
Cuántas son las veces, no recuerdo
que he rodado por este abismo.
Sólo sé que al final está el número,
noventa y tres, otra vez,
y siempre una voz clara que anuncia:

Ya se ha acabado.
Juan ha muerto.
He acabado de leer el relato”.

Sólo me queda esperar
a que llegue otra vez la pesadilla,
que de nuevo alguien me mate
cuando escojan el libro en el estante.

lunes, 30 de octubre de 2017

Los cazadores




                                             


  • Mariana, levántate, que ya han llegado los primeros, - dijo aquella mujer enjuta mientras abría enérgicamente los postigos de la ventana.
  • Hoy no, - fue lo único que respondió aquella casi niña antes de taparse por completo con la cobija de la cama.

Llevaba toda su vida, desde que la gente se empeñó en llamarla santa, atendiendo a todos aquellos que venían en busca de soluciones a sus problemas. Ella, cuando era pequeña creía que la gente estaba un poco mal de la cabeza. Se lo tomaba como un juego, y no podía ser de otro modo porque era tan solo una niña. En cambio, para su madre, aquello fue toda una bendición. Viuda desde que Mariana contaba con dos años, con otras tres hijas mayores, y a cargo de un hermano de su difunto marido que el pobrecito no andaba bien de su cabeza, el hecho de tener una hija santa fue la solución a todos los problemas que a tanta mujer sola en aquellos parajes se le podían plantear. Pero, ahora, Maríana parecía que ya se había cansado de aquella situación que absorbía por completo su vida, y que no la dejaba ser lo que era: una adolescente de diesicéis años, con ganas de ir al baile del domingo, echarse un novio con el que casarse y poder salir de esa situación que estaba empezando a asfixiarla.

  • ¿Cómo que no?, - respondió su madre. Hoy hay más de treinta personas esperando. ¡Cómo que hoy no!, ¡hoy y todos los días!
  • Madre, he dicho que hoy no, - respondió tajante Mariana al borde de las lágrimas.

Acababa de cumplir los cinco años y había salido bien temprano a echarle de comer a las tres escualidas gallínas que tenían como pago por los trabajos de sus hermanas. Ella y su madre cumplían con los pormenores de las tareas diarias mientras que sus hermanas trabajaban en el pueblo. Manuela, había tenido suerte y se había colocado en la casa de un médico en Granada capital. Y las otras dos, Francisca y Antoñita, salían cada mañana a lavar ropas por encargo al lavadero del pueblo y, en las tardes, planchaban.
Estaba Mariana correteando a las gallinas, cuando un hombre se acercó. Ella se paró en seco y estaba a punto de llamar a su madre a gritos cuando el hombre se colocó el dedo índice de su mano izquierda delante de los labios mientras que con la derecha sacaba un libro del bolsillo de su gabán, captando así toda su atención.

  • Niña, ¿sabes qué es esto?, - le dijo con la voz en un susurro.
  • No, - contestó ella echando mano a cogerlo.
  • Esto es un libro, y en un libro puedes encontrar todas las palabras del mundo. ¿Tú quieres aprender a interpretar lo que hay dentro?

Aunque aquel hombre hablaba de forma que a ella le costaba entender, le contestó que sí, porque ningún niño contesta no a un “quieres” dicho con estusiasmo. Así que, así fue como cada día ese hombre acudió a esa misma hora durante el tiempo que Mariana necesitó para aprender a leer, sin que nadie más supiese de aquellas citas.


Fue por casualidad, si es que esta existe, que su madre y hermanas se apercibieran de que Mariana tenía un don. Comenzó a correrse el rumor y bastaron apenas dos meses para que a la puerta de su casa se apelotonaran las personas en busca de aquella palabra mágica que, a modo de consejo les obsequiaba aquella niña, tras escuchar detenidamente su conflicto personal. La gente resolvía sus cuitas en cuestión de días tras la pronunciación de aquella palabra que les abría los ojos con respecto a cómo debían actuar, y así fue como comenzaron a llamarla consejera, pero con el tiempo, pasó a ser una santa. Ella sólo escuchaba y escuchaba, y llegada la noche, para ahuyentar tanta desgracia impregnada en sus células, leía y releía aquel libro que atesoraba escondido tras algunos trastes amontonados en un rincón.

  • ¡Mariana, no me obligues a darte una paliza!, -casi gritó su madre. ¡Te he dicho que te levantes!
  • Y yo le he dicho, madre, que hoy no, ya no, - contestó tranquilamente Mariana.
  • ¿Pero por qué?, - preguntó la madre bajando el tono, tratando tal vez de convencerla.
  • Porque me he quedado sin palabras, sentenció.

Hacía cosa como de seis meses, en que junto con sus dos hermanas decidieron ir a Granada a visitar a Manuela. Ella nunca había salido del cortijo antes y, entonces, al comprobar la inmensidad del mundo, comprendió que su labor como santa había terminado. Sus ansias de comenzar su propia vida habían ganado la batalla. Según iban avanzando montadas en la diligencia, al pasar junto a una venta, una palabra se le vino a los labios: libertad. Y entonces comprendió que ahí tenía que buscar a la persona a la que dejarle el libro, como once años antes aquel hombre había hecho con ella. Y así lo hizo. Cada día al amanecer se desplazó a aquella venta a enseñarle el arte de la lectura a aquella mujer triste que había parido a seis hijos y todos se le habían muerto. No le preocupaba el abandono, en absoluto. Sus fieles no quedarían huérfanos, ya que, al fin y al cabo, todo está en los libros.  

lunes, 12 de junio de 2017

Y se quedó entre nosotros (Capítulo II)


Capítulo I: Y se quedó entre nosotros (pincha en el enlace para leer el capítulo I)



Aún no habían pasado las veinticuatro horas reglamentarias desde que Ev descendiera para mezclarse con los humanos, pero Re, ya se temía lo peor. Aunque su forma de pasar malos ratos no era para nada la más convencional. Canturreaba mientras toqueteaba todo lo que le venía en gana, y bajito decía en tono infantil:

         - Mira Ev, estoy tocando este botón, y no pasa nada.

Tan aburrido, tan aburrido estaba que acabó tocando y haciendo lo que realmente no debía, y acabó incorporándose a sí mismo la programación para la transmutación corpórea, aunque esta vez sí era la correcta, por lo que en cuestión de un par de minutos, Re estaba sobre la superficie terrestre con forma humana.

       - ¡Ala, qué guay!, soltó con cara de asombro al ver su nueva forma corporal, al mismo tiempo que daba un respingo al escucharse a sí mismo, y volvía a repetir:

        - ¡Ala, qué guay!

Re, no se paró a pensar en las consecuencias que aquella incursión en, lo que parecía ser tierra hostil, podía tener, no solo para su persona, sino para su propia civilización. Aún no sabían nada de aquellos terrícolas, y si resultaban estar tan avanzados como ellos, y descubrían la nave, que se había quedado adecuadamente escondida en modo camuflaje, su propio planeta se encontraría en grave peligro. Pero mientras estas inquietudes flotaban en el aire, en cabeza de nadie, Re iba por las calles de aquel lugar dando saltitos como un niño pequeño, sonriendo y parándose a observar todo cuanto le salía al paso. Una de las características principales de la transmutación corpórea era la base de datos que llevaba incorporada de todos los idiomas propios del lugar, y con solo escuchar una palabra, de forma automática, se podía comenzar a entablar conversación. No había pasado ni media hora, cuando Re iba charlando y riendo con un grupo de especímenes jóvenes de aquel lugar.
Aquel día parecía ser fiesta. Todos los especímenes que se encontraba estaban de buen humor, se escuchaba música festiva (la música que, como las matemáticas, es lenguaje universal, formaba parte también de la idiosincrasia del pueblo plusvatino, por lo que no le era algo desconocido), y casi todos sujetaban con las manos unos recipientes en cuyo interior había líquidos de diferentes colores aunque había uno que era el que más se repetía. Él, que seguía sin medir las consecuencias de sus actos y movido por la energía que transmite el ambiente festivo, pidió probar aquel líquido. Y ¡oh, maravilla!, la ingestión de aquel caldo fresco, espumoso y dorado se convirtió en una experiencia suprema. Pasó largas horas charlando y riendo con unos y otros grupos de humanos, movido por la seguridad y valentía que otorga la ignorancia y los efectos de aquella bebida celestial, soltando la lengua sobre su procedencia y la misión que lo había traído hasta este planeta. Pero si había algo bueno que Re tenía, era esa ternura que despierta el entusiasmo de los niños pequeños cuando cuentan sus historias, y así fue como Re fue acogido en aquel lugar como uno más, consiguiendo hacer de su vida algo práctico y, sobre todo, al servicio de los demás.

Existen muchos tipos diferentes de ese líquido, y dicen los entendidos en materia que hay un tipo, que es el peor de todos. Pero como Re, no era entendido en nada, pasó toda su vida yendo de feria en feria, regentando un quiosco de venta de cerveza en cuya parte superior podía verse un letrero con un señor con un gorrito rojo y unas letras que rezaban “Cervezas Cruzcampo”.


EPÍLOGO:

En la Agencia Espacial Europea, aquellos días había un revuelo enorme. La confirmación de la existencia de otras formas de vida avanzadas había llamado a nuestra puerta, prácticamente. Se había hallado una nave espacial orbitando sin tripulación alrededor de la Tierra, esquivando satélites meterológicos y de comunicaciones. La voz de alarma ya se había dado a los Estados Unidos, Rusía, la OTAN entera estaba en alerta máxima, puesto que estaba claro que se habían infiltrado entre nosotros, y eso significaba, con toda seguridad, una pronta invasión extraterreste.


lunes, 8 de mayo de 2017

Todos los muertos


(…) “¡Ay!, pensé; ¡cuántas veces el genio
así duerme en el fondo del alma,
y una voz como Lázaro espera
que le diga «Levántate y anda»!”
Rima VII, G.A.Bécquer


A sus ochenta y cuatro años era difícil adivinar el color cobrizo de su pelo a no ser por la espesa barba que cubría la parte inferior de su rostro que, aunque con abundantes canas también, seguía manteniendo el pelirrojo que antaño luciera toda su cabellera. Hacía tiempo que su andar era taciturno y su gesto cabizbajo, y no era para menos. Edward Murray, había sobrevivido a una guerra mundial y a sus horrores; formó parte de la 51ª División de Infantería de las Highlands, o tierras altas de Escocia, entró en batalla en el norte de África, pero fue enviado de vuelta a casa a causa de un disparo que recibió en su pierna derecha, herida que aún hoy le sigue informando de los cambios de tiempo atmosférico con exactitud matemática; así se libró de formar parte del desembarco de Normandía. Aunque librarse no era una palabra que le gustara para referirse a este hecho, porque en su interior sentía la decepción de no poder rememorar el sonido de las gaitas de su tierra natal en el campo de batalla en un momento histórico tan señalado. Había sobrevivido también a la muerte de su esposa, víctima de la gripe, cuando sus dos hijos contaban con tan solo siete y doce años de edad. A pesar de que hacía casi cuarenta y cinco años de aquello, seguía conservando su recuerdo con mucha ternura, ya que se habían casado muy enamorados. No volvió a casarse, aunque algún que otro escarceo sí que había tenído. Ninguna otra mujer le había parecido bien para volverse a casar, o tal vez, es que el matrimonio ya había perdido para él el brillo de la primera vez. No engañó a ninguna de ellas al respecto, pero es que tampoco era ningún monje. Y, por último, había sobrevivido a la muerte de sus dos hijos, a edades bastante tempranas. Uno a causa de su adicción a las drogas, y el otro, en un desafortunado accidente de tráfico. Ninguno de sus hijos tuvo descendencia, así que cada nuevo día suponía para él iniciar un camino con su andar taciturno y su gesto cabizbajo, puesto que la vida lo había dejado solo frente a un destino silencioso en una casa silenciosa.

Le gustaba madrugar bastante y deambular a esas horas en las que el día se confunde con el ensueño, por la calles de su ciudad natal, Fort William. Hacía tiempo que el encontrarse con conocidos y entablar conversación con ellos se había convertido en una tarea ardua que llevar a cabo, y a esas horas, las personas con las que se iba tropezando no tenían ni tiempo ni ganas de charla, así que, sin duda, no había mejor momento para el paseo. Sabía que pronto su tiempo en este mundo se agotaría, y quería disfrutar a solas de lo único que le quedaba en el mundo, la ciudad que lo vio nacer y sus recuerdos. Tantas vueltas le dio a esos recuerdos durante tanto tiempo, que una mañana fría del mes de mayo algo en su interior cambió. Un acto de rebelión le llevó a encaminar sus pasos a otras horas hacia otros lugares, porque sintió el impulso de cambiar sus tediosos días y hacer algo con su vida, al fin y al cabo, aún no había muerto. No quería que su paso por el mundo quedase en nada, ni el suyo ni el de aquellos a los que había amado. Era su particular última batalla contra la muerte, la muerte de todo lo que acompaña a las personas una vez dejan este mundo, sus recuerdos, sus inquietudes, sus motivos. Había decidido iniciar la elaboración de su árbol familiar. No tenía ni idea de cómo ni por dónde empezar, así que decidió empezar por la historia de la Tierras Altas a ver si encontraba algún hilo del que tirar. De la noche a la mañana se volvió el personaje más popular de la biblioteca municipal, buscando, preguntando, fotocopiando, a cualquier hora de cualquier día allí lo podías encontrar.

El sábado en que Helen acudió a la biblioteca para la lectura de una de sus novelas, como venía haciendo una vez cada cierto tiempo, Edward, levantó la vista y dejó sus ocupaciones para formar parte del numeroso grupo que había acudido a escucharla leer. Disfrutó enormemente de aquel silencio mecido por las palabras, y cuando la lectura terminó, no lo dudó, se acercó a aquella menuda y rubia mujer, con aquellos enormes ojos castaños escondidos tras los cristales de sus gafas, y sin más presentación le preguntó:

  • ¿Escribirás tú mi historia?

A lo que Helen, que llevaba tiempo sin poder escribir nada, le contestó que sí.

Edward, de la mano de aquella mujer, visitó archivos públicos y registros privados de los castillos de algunos de los clanes de aquellas tierras, viajó de la Biblioteca Nacional de Escocia en Edimburgo al archivo de la magnífica biblioteca municipal de Inverness, hasta que sin darse cuenta, habían conseguido estirar el hilo hasta finales del siglo XVIII, donde, definitivamente, el hilo se perdió. Fue el momento en el que sentarse y comenzar a escribir la parte que a él le correspondía contar, tal vez la más dolorosa.

Biblioteca pública de Inverness, Escocia


                                                                                                                                                 
Habían pasado casi cuatro años desde su primer encuentro cuando el ímpetu invertido en aquella empresa comenzó a pasar factura, y con ochenta y ocho años de edad, Edward murió. A su funeral acudieron todos los habitantes de Fort William, algunos buenos amigos hechos en Inverness y en Edimburgo, y los trabajores de la editorial que había publicado sus trabajos de investigación junto con sus memorias un tanto noveladas.

A los viandantes que pasan cada día junto a la biblioteca de Fort William les cuesta no ver a aquel hombre mayor y aquella mujer joven sentados en una de las mesas en una esquina de aquella sala con ventanales a la calle, con las cabezas embutidas en libros y papeles. Pero eso es lo de menos, puesto que Edward había ganado esa última batalla. Y es que ahora no descansa, ni lo hará nunca, ya que su nueva morada no es cualquier cementerio de cualquier lugar, sino uno de los millones de estantes clasificados que hay en el mundo en ese lugar donde habitan todos los muertos que nunca morirán, a merced siempre de unas manos que lo elijan y unos labios que lo lean.


sábado, 8 de abril de 2017

Leyendas de ultramar



Aprendimos a mirar
con la duda entre los dedos y a tientas
descubrimos que al final,
las palabras que no existen
nos pueden salvar, sin hablar.”
Rey Sol. Vetusta Morla

Hubo un tiempo tan antiguo que ni los viejos más viejos que los viejos pueden ya recordar. Hubo un tiempo tan antiguo que las palabras ya cansadas y desgastadas dejaron de repetir sus historias. Hubo un tiempo tan antiguo al que ya nadie se refiere, ni siquiera los sueños pueden saber de su verdad.

Fue en aquel tiempo cuando el titán Hiperión y la titánide Tea engendraron a Selene, la más lozana, la más hermosa, aterciopelada y etérea de sus hijas. Prendados ambos de tanta maravilla, quisieron mostrarla al mundo al tiempo que protegerla, y así fue como la enviaron lejos aunque a la vista de todos, con su abuelo Urano, el firmamento, donde solo se mostraría en todo su esplendor en pequeñas dosis, en el momento del descanso y en fases que irían variando con los días. De este modo, ni permitían su comtemplación constante ni tampoco su olvido, consiguiendo un equilibrio perfecto en los anhelos por ella de los demás titanes, titánides y humanos mortales.

En aquel entonces su tía Mnemósine dio a luz a las nueve musas, al tiempo que el pastor Endimión vino también a este mundo. Pasado el tiempo, este comenzó con sus labores de pastoreo que lo obligaban a pasar las noches a la intemperie, y como no pudo ser de otro modo, quedó prendado de Selene. A ella, que habia pasado la mayor parte de su vida con la única compañía de su abuelo, observaba desde lejos, pero sin perder detalle, todos los acaecimientos divinos y humanos, comenzaron a llenarsele sus noches con una voz tenue pero que templaba su corazón, y que cantaba versos de los que solo se podía descifrar su nombre. Y es que las musas, ya habían emprendido su camino, haciendo del mundo algo mucho mejor. Llenándolo de música, letras, artes y, al fin y al cabo, amor. Y así fue que Selene y Endimión iniciaron un profundo, hermoso y sincero amor. Selene, que conocía el deseo de posesión de sus padres, al que antes de conocer a Endimión, había llamado amor, y anticipándose a su más que segura conspiración para separarlos, pidió ayuda a su tío Atlas. Selene confiaba en él, porque sabía lo que era ser castigado a la soledad más absoluta, ya que él se enfrentaba a toda la eternidad soportando el peso del mundo sobre sus espaldas, sin posibilidad alguna de redención. Y no se equivocó. Atlas, conocedor del mundo mejor que cualquier otro titán o dios que lo gobernase, construyó un fabuloso enclave en un lugar tan recóndito y escondido que jamás nadie lograría encontrar. Selene se desposeyó de su carne y dejó tan solo la roca en el cielo nocturno, y junto a Endimión partieron al abrigo de la noche a aquel jardín del Edén, al que en honor a su creador, llamaron Atlántida.


Apolo a la izquierda canta y tañe la lira, las musas le siguen danzando


Mientras tanto, las musas, espíritus libres y bondadosos que son, se encontraban contentas y orgullosas, celebrando la perfección con la que se había llevado a cabo el plan que entre todas habían urdido. Guardianas de aquel idílico lugar, fueron recorriendo el mundo, inventando rumores y leyendas acerca de aquel magnífico rincón, para que nadie lo pudiera olvidar. Para unos fue una gran potencia militar, para otros la mayor civilización jamás vista en el mundo, pero un lugar que intentar encontrar y saber de su verdad, para todos. Y pasaron los años, los siglos y los milenios. Pasaron los titanes y las titánides, dioses y diosas, héroes, hombres y mujeres; y ellas siguieron invadiendo el mundo con pequeñas dosis aquí y allá, de la maravilla conservada en aquel lugar. La que nunca permitirían que fuese olvidada.

Y, de pronto, unas notas musicales, una estrofa de un verso, o una canción; unas pinceladas multicolor en un lienzo, un paisaje o unos números exactos en un problema matemático tras su resolución. Y el estómago da un vuelco, y se ablanda un poquito el corazón. Son ellas, que en su incansable deseo de hacer de este mundo un lugar mejor, crearon y dejaron bien guardado el amor puro y sencillo, donde las pasiones humanas o divinas no pudieran mancillarlo, y a pequeños susurros al oído del poeta, del músico o pintor, mago o compositor, lo van regalando por el mundo, consiguiendo que cada quien a cada hora en cada lugar, en lo más escondido de su ser a lo único que aspire en el mundo sea a alcanzar ese estado de perfección que solo nos aporta el amar y ser amados. Serán las ciencias y las artes las que siempre hagan florecer la emoción del amor en los hombres, a la vez que se empeñarán en la eterna búsqueda de la Atlántida, ese lugar ideal, que no es más que el mundo entero.


Un mundo mejor es posible, solo cuando el amor echa a andar. Eso las musas lo sabían, y por eso, no nos abandonaron como a naúfragos en medio del mar. 

jueves, 5 de enero de 2017

Ruinas

Visito ruinas y me estremecen las fábulas elugubradas para intentar explicar su rápida y, más que probable, trágica desaparición. Una lagartija recorre las piedras tratando de absorber los tenues e invernales rayos de sol, los que siempre son iguales, seamos los de aquí abajo unos u otros. Las gentes sentimos curiosidad por lo que quedó largo tiempo atrás. Curiosidad triste, sumida en la melancolía, porque sabemos que ese es nuestro designio...desaparecer. Todo nace y todo muere en un ciclo sin fin donde el tiempo es la incógnita. 

Vivo en tiempo de tradición, de festejos que originalmente tuvieron una misión, y con el tiempo los hemos ido adaptando a los tiempos nuevos, a los "tiempos modernos". Mientras los niños festejan el advenimiento anglosajón de monstruos, demonios, vampiros, brujas malas y fantasmas, yo recojo el testigo de mi madre y recorro dos campos santos, acicalando las tumbas de mis muertos. Uno, el de mi ciudad natal, y el otro el de la pedanía que vio nacer a mi rama paterna de mi árbol de la vida. Y visitas obligatorias a aquellos que me vieron nacer, a mí y a mis hermanos, aquellos que nos han querido y nos quieren y, a los que quisimos y queremos como si la misma sangre corriera por las venas. Jamás me he preguntado las razones de tan estrecho vínculo, heredado de tiempos de mi bisabuelo, hecho que desconocía hasta esta festividad celta de Samnhain, convertida en la noche de difuntos por el cristianismo, en la que el velo que separa el mundo de vivos y no vivos desaparece propiciando la comunicación entre ambos; y es este día, cuando la tercera generación de dicha amistad cuenta a mi hermana, que cuando su abuela dio a luz a un niño enfermo de su cabeza, agresivo en ocasiones, mi bisabuelo no dejó ni un solo día de ir a su casa a ayudarla en las tareas que requiriese para con el niño. Acción por parte de mi bisabuelo, del que desgraciadamente no sé el nombre, provocada quién sabe por qué sentimiento de bondad, que unió en el tiempo a cuatro generaciones, aunque intuyo, y por ello lamento, que hasta aquí hemos llegado. Tal vez, por eso, la abuela, ha querido este año, en este día, que ese acto no se pierda en la memoria del tiempo, al menos de momento, y puso las palabras en boca del que fuera mejor amigo de mi padre, queriendo que la piedad que mi bisabuelo mostró, aún no quede en el olvido, y nos ha dejado ese conocimiento como herencia. 

Vivimos el presente, porque es lo único de lo que disponemos, y decidimos que el tiempo pasado, pasado es, y lo olvidamos, pero en su seno alberga grandes lecciones de amor que hacemos desaparecer con la desmemoria, sin darnos cuenta que nos vamos borrando a nosotros mismos, como borrado está el destino que sufrió aquella ruina romana que visité, y sobre la que en mi infancia, tanto jugué y, tanto tiempo pasé, sin saber de su existencia bajo mis pies. 

Somos porque antes han sido, y es nuestra obligación honrarlos.