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Imagen de Vicoolya & Sia
 I. El Útero

Ella era bruja. Pero bruja de las de verdad, de las de poderes sobrenaturales, gorro picudo y escoba, para barrer de su espacio aquello que la importunaba, y dirigir toda su energía a su propio centro vital, porque para volar ya tenía ella sus propios métodos. Era hija de bruja, y cuando nació, su madre la llamó Virginia. Su padre había hecho lo que era de esperar. Quiso mucho a su madre, realmente la quería, tanto amor sentía por ella que este le nubló el entendimiento hasta el punto de hacerle olvidar contarle que años antes de llegar a aquel paradisíaco y apartado lugar, había contraído nupcias con otra mujer, a la que también amaba, tanto la amaba que habían materializado ese amor en un hijo. Ricardo lo llamó. A ella, por su parte, también se le había nublado la sesera y la capacidad de adivinar que aquel hombre, por el que sentía verdadera devoción la estaba engañando. El amor es así, te da y te quita, en ambos casos de manera desmesurada, haciendo siempre temblar los cimientos. Pasados unos meses de felicidad celestial, tras el nacimiento de su hija, el entendimiento se le aclaró y recordó, y entonces fue cuando una mañana al despertar su madre a causa del llanto de aquella niña, descubrió por medio de una carta sobre la mesa delante de la chimenea humeante de aquella cabaña perdida en mitad del bosque, que su amor la había abandonado.

Tras dejarse caer abatida sobre una silla, y casi quedarse sin respiración, sus ojos se llenaron no de lágrimas sino de ira. El amor, en ocasiones, se transforma así. La furia y la ira rebosaron todo su ser y como un río de lava fueron cubriendo, primero la cabaña, y poco a poco, todo el bosque a su alrededor, quedando, hierba, árboles y ríos pintados de color rojo sangre, y abandonado el entorno por cualquier criatura viviente que allí habitara, y sumido el aire en el absoluto silencio.

Los habitantes de la aldea unos kilómetros más abajo se acostumbraron a ese color rojo, que con el paso del tiempo fue desapareciendo primero de la vegetación y, por último, del río, solo cuando la madre de Virginia murió, algunas malas lenguas dicen que envenenada por su propia bilis de color rojo también. Aprendieron a vivir con ese miedo, y a no hablar en un tono de voz muy alto por si llegara molestar a aquella mujer. Aprendieron también que no era cosa de risa ni de fantasía ni cuentos de hadas, y la respetaban, aunque solo fuera por el miedo que le tenían, a pesar de que jamás en toda su vida había hecho mal a nadie. La ignorancia suele vestirse de miedo.

Gracias a ello, Virginia fue educada en la más absoluta indiferencia hacia aquellas personas que no eran como ellas. Aprendió de su madre más de lo que ella le podía enseñar. Y si su madre resultó ser una bruja poderosa, Virginia lo era aún más. Lo único que su madre no logró extirparle fueron sus ganas de amar, quizás era por eso por lo que la niña la aventajaba. Cuando las pequeñas criaturas comenzaron a repoblar el entorno, a medida que la furia se iba apaciguando, Virginia era del gusto de estar acompañada siempre de pequeños animalitos, cachorros de gato, a los que a todos ponía nombre, devolvía crías de pájaros, a los que sus ganas de libertad les jugaban malas pasadas, a sus nidos, teniendo que soportar en la mayoría de los casos las reprimendas de su madre, que siempre le recordaba que no debía amar, porque cuando amas eres débil y te conviertes en presa fácil. Ella asentía y realmente entendía las palabras de su madre y su temor, pero no podía evitarlo.

Su  madre murió y ella quedó sola sin más compañía que el canto de las aves, la melodía de los grillos en la noche, el silbido del viento entre los árboles, el crujir de las ramas, o el gruñir de jabalíes en la lejanía. Y con todos estos tesoros a su disposición, Virginia tenía suficiente y era más que feliz.

Habían pasado poco más de tres años desde que su madre muriera, tiempo suficiente para convertirse ya en toda una mujer, que con veintiún años vio desde el porche de su cabaña como se aproximaban a ella tres hombres, cada uno con una indumentaria diferente. Uno iba vestido con un pantalón y una camisa azul de distintos tonos, con algunas insignias en la camisa, y un cinturón del que colgaba un estuche, y un palo largo de color negro. El otro, llevaba pantalón y chaqueta a juego, y una camisa clara, ella pensó que debía sentirse bastante incómodo con esa especie de soga que le colgaba del cuello. Llevaba una carpeta en la mano, dentro de la cual se veían bastantes papeles. Y el tercero, iba  más normal. Llevaba una camisa clara también, y un pantalón de color marrón, bastante adecuado para la zona boscosa en la que se encontraban. Este último se presentó como el legítimo heredero de aquellas tierras, propiedad de su abuelo, el cual se las había cedido a su abuela por motivos que ella nunca conoció, pero que al no haber constancia oficial de aquella cesión, él reclamaba su derecho sobre ellas. Virginia no entendió muy bien nada de aquello, hasta que cuando bajo la amenaza explícita de usar la violencia por parte del hombre vestido de color azul, tuvo que empaquetar sus cosas e irse a vivir..., aún no sabía dónde.

II. La gestación 
    Marcelo


Marcelo abrió los ojos y durante unos segundos se sintió tranquilo. Aquella noche había podido conciliar el sueño al menos unas horas y durante ese tiempo ninguna pesadilla lo había invadido. Pero solo fueron eso, unos segundos. La realidad cayó como un yunque sobre su cabeza y de nuevo, la angustia, la vergüenza, la tristeza y la decepción. Llevaba así ya demasiado tiempo, y esta situación empezaba a pasarle factura. Comenzaba a mostrar síntomas paranoicos. Como si la vergüenza, la tristeza, el insomnio y las pesadillas no fueran suficiente ahora había que añadir a la lista manía persecutoria. Tenía la sensación de estar continuamente observado. Miraba de forma compulsiva tras las puertas de su apartamento, tras las cortinas del baño, por las ventanas a la calle, a ventanas vecinas, con la esperanza de encontrar algo extraño o a alguien escondido vigilándolo, que demostrara que no se estaba volviendo loco. Nunca lo hallaba.

Las pocas horas de sueño le habían dado un respiro aquella mañana y tenía ganas de salir al exterior, aunque solo fuese a la terraza para tomar allí el desayuno. El día se había despertado claro y soleado, y quizás con el aire fresco de la mañana y la caricia suave del sol matutino de aquel otoño recién entrado podría disfrutar de unos minutos de tranquilidad. 

Mientras desayunaba los recuerdos y su situación lo mortificaban tanto como el estruendo abajo en la calle. Tráfico desesperado, cláxones, aquella maldita máquina excavadora que tal parecía que jamás acabaría las obras. Sonidos de ciudad, de su ciudad natal. Jamás pensó que desearía tanto abandonarla. Abandonar aquella sociedad hipócrita, que lo había sentenciado sin culpa alguna. Inmerso en esos pensamientos que no lo abandonaban nunca, el teléfono comenzó a vibrar junto a la taza de café:

- Sí, dígame.
- Marcelo, soy Eduardo, tu agente inmobiliario.
- Buenos días Eduardo.
- Pásate por la oficina cuando puedas, creo que tengo lo que buscas.
- De acuerdo, en una hora estoy allí.

Se marchaba, la decisión estaba tomada. Cuando Marcelo vio las fotografías de la cabaña y el entorno que la rodeaba supo que sería el lugar ideal para expiar unos pecados que nunca cometió. Pero los hijos están para eso, para pagar por los pecados de sus padres, y su padre se había encargado de dejarles un buen patrimonio. La envergadura de sus estafas, engaños, dobles identidades, por distintos países de Europa, habían avergonzado tanto a su familia, que su madre, inmersa en esa época en la superación de una enfermedad de gravedad, no lo puedo soportar y murió en la más absoluta vergüenza. Una familia de prestigio social, de irreprochable carácter moral, todos los dedos apuntaban hacia él aún sin poner un pie en la calle. Y su hermano, el que durante años él consideró el norte al que seguir en su vida, resultó ser un sinvergüenza vividor, al igual que su padre, pero este de mucha menos categoría. Se pasaba el día borracho, buscando la compañía de mujerzuelas de callejón y evasiones caras que meterse por la nariz. No tenía muy claro si la decisión de marcharse era por el escándalo o por sí mismo. No quería pasarse la vida entera deambulando de un lugar a otro sin rumbo, sin raíces pero, la cuestión es que una vez que había muerto su madre, nada lo retenía allí, y su decepción era tan grande que esa cabaña era su única tabla de salvación.


Volvió a su casa tras realizar los formalismos requeridos para alquilar la cabaña por tiempo indefinido. Estaba en el otro extremo del país,  y no sentía deseos de iniciar un viaje largo solo para darle el visto bueno. Así que sin siquiera verla más que en fotos, ya era suya. Presentía que había tomado la decisión adecuada porque el nudo en el estómago que apenas lo dejaba comer desde hacía tres años tras el escándalo había comenzado a desenredarse.

Los preparativos para la mudanza duraron alrededor de un mes, tiempo durante el que las pesadillas habían dejado de serlo, para convertirse en visiones extrañas. Soñaba repetidamente que estaba perdido en el bosque, a duras penas podía avanzar por la gran cantidad de vegetación que lo rodeaba. Pero no sentía miedo. Quería encontrar aquella fuente de agua que escuchaba brotar caudalosa, pero el aroma entre floral y almizclado que de un momento a otro lo embargaba lo sumía en una paz que le impedía avanzar.

Algo había cambiado desde que tomara la decisión de irse a vivir a aquel lugar, era la decisión adecuada, lo sabía, y sabía, aún a sabiendas de que se estaba volviendo loco, que la cabaña lo estaba llamando.



III. La gestación 
      Brigitte


Las lágrimas brotaban cristalinas y frías, tan frías como el hielo, tan frías como el interior de su casa, que se había quedado sola, inerte, muerta. Brotaban del corazón mismo del río, que las hacía fluir desordenadas y desbocadas. Locas, locas, sin sentido ni razón. Virginia lloraba a su madre y las lágrimas que traía desde el interior de su pena al lagrimal de sus ojos no eran suficientes. El agua del río dejó de ser utilizada por segunda vez en veintiún años, esta vez no por ira, sino por tristeza y salobridad. Y, de nuevo, en la aldea, se hizo el silencio.

Allí recostada sobre el tronco del arce negundo, cubierta de las hojas que en sus ramas, un otoño, dos y hasta tres veces cambiaron de color, suavemente fueron cayendo sobre su impávido cuerpo.


Virginia, aún era una niña. Así lo había querido la madre.

La madre había dejado a su hija protegida en aquella cabaña. No consideró siquiera que sucediera lo que ahora Virginia estaba sufriendo porque la cabaña, desde que su abuela llegara a la aldea les pertenecía, a su estirpe, era suya, de ellas, era ellas mismas. No pasó a sus manos, ni por premio ni por pago, sino por derecho.


Hacía poco menos de cien años que la abuela de Virginia había llegado a aquellas tierras procedente de otras a las que todo el mundo consideraba de brujas. Ningún habitante de aquella aldea había visitado jamás aquellos lugares, según contaban los viajeros, de misterio, vicio, magia, lenguas y acciones que atentaban contra la decencia y la honradez. La miraban con atención y desdén, aunque la realidad era, que en el fondo de sus corazones lo que sentían era miedo, ese miedo irracional que provoca siempre lo desconocido. El momento de su nacimiento vaticinaba la marcha de su tierra de origen. Ella era la primera bruja que nacía en la familia. Ningún ascendiente del que tuvieran datos lo había sido, nadie había tratado con las fuerzas de la naturaleza antes que ella, por lo que aquello le resultó muy difícil, estaba sola y todo era nuevo. Cualquier emoción que la desbordara lo más mínimo tenía unas consecuencias difíciles de predecir. Como la vez que siendo niña, envidiaba y deseaba con todas sus fuerzas la muñeca de cartón que tenía la desdichada niña que vivía junto a su casa. No eran amigas, Brigitte la detestaba, era presumida, orgullosa, y todo porque había tenido la gran suerte de nacer con la cara cubierta de pequeñas y hermosas pecas que junto con sus rizos color cobre hacían las delicias de todo ser que se topara con su presencia. Ella sentía envidia de la dulzura de sus rasgos y, sobre todo, de sus mechones. A ella le había tocado el color impreciso del castaño, más bien, tirando a claro, pero la hacía estar en tierra de nadie, ni rubia ni pelirroja ni morena. Seguro que había sido por algún apaño que hiciera su hermana, la bruja de la familia, en el momento de la concepción. Quería aquella muñeca, ya que no podía tener sus tirabuzones. Ellas apenas se miraban, el esfuerzo en mostrarse indiferentes una con respecto a otra era tremendo, pero aquel fatídico día, aquella niña osó pavonearse delante de ella. La miró de arriba abajo con una mueca que más que sonrisa era una provocación, la penetró con su mirada casi lasciva, no dijo palabra, se balanceaba con su muñeca en los brazos, riéndose de ella, y ella en sus pensamientos la escuchó:

- Nunca serás tan guapa como yo, y nunca tendrás una muñeca tan bonita como la que tengo yo.

Aquella noche Brigitte durmió junto a la ahora suya preciosa muñeca de cartón mientras el pueblo entero estaba en misión de búsqueda de la dulce niña pelirroja, que llevaba desde la mañana desaparecida. Dos meses estuvo en paradero desconocido. La encontraron una mañana deambulando por el bosque, sin rumbo fijo y con la mirada perdida en no se sabe qué limbo o extraño lugar. Aquello le sirvió de lección. Su culpabilidad no la dejaba dormir, su deseo de que desapareciera del mundo realmente la hizo desaparecer pero ni ella sabía a donde habría enviado a la desdichada, y tampoco pudo disfrutar de su muñeca, porque aquello que es objeto de nuestros deseos también precisa de la exhibición, si carece de esta, el deseo se pierde lentamente como la bruma bajo el sol tibio de la mañana. La magia se aprendía así, como casi todo en la vida, con tristezas y dolor. Su primer principio en la magia sería evitar sentimientos oscuros y nunca hacer el mal y, para poder llevarlo a cabo guardaría para siempre en su memoria la pena que arrastró la madre de aquella niña durante los dos meses que duró la desaparición. Sentía tanta culpa que supo que ese no era el camino que se debía seguir.

Los pies de Brigitte la llevaron a aquel lugar. Hacía tiempo que había aprendido a no cuestionar ninguna de las decisiones que tomaba sin razón: allí había llegado porque allí debía estar. Su avanzado estado de gestación no le impidió hacer el viaje, a veces, a pie, a veces, montada en los carros de los lugareños que encontraba por los caminos. 

La noche en la que se puso de parto, la luna estaba escondida, quizás para no ser cómplice de lo que estaba a punto de suceder. Fuertes golpes aporrearon su puerta al tiempo que se oían unas voces desesperadas:

- ¿Hay alguien ahí? ¡Abra por el amor de dios!

Brigitte abrió la puerta y vio en el umbral los ojos llorosos de un hombre atravesado por el dolor. 

- Acompáñeme, por favor, necesito su ayuda. Me han dicho que la única persona que puede deshacer lo ya hecho es usted. ¿Me puede ayudar?
- Explíqueme por el camino. ¿Es muy lejos?
- No, diez minutos en el carro. 

Durante el trayecto, aguantó los dolores que periódicamente sentía mientras escuchaba con atención lo que Don Sebastián, atropelladamente le contaba. Su esposa también estaba encinta. Hacía poco menos de un año, casi al tiempo de quedar en estado, comenzó a comportarse de un modo extraño. No gustaba de la compañía de otras personas,  ni siquiera de él mismo, puntualizando que ellos se habían casado libremente y enamorados. Pasaba las noches en vela llorando sin cesar. No se hacía cargo de las tareas del hogar, ni siquiera de su higiene personal, hasta que un día la sorprendieron anudando una soga. 

- ¡Gracias al cielo que la cogimos a tiempo!, exclamó. El médico nos ha dicho que se trata de una enfermedad llamada depresión. La ha sobrellevado bien el resto del embarazo pero esta tarde al empezarle los dolores del parto, no sé lo que ha hecho, no se qué ha tomado, pero la partera dice que no siente al niño, no deja de sangrar y balbucea todo el tiempo que no nacerá, no nacerá...


Sus palabras se quebraron en un gemido. Volvió a ver aquella pena de su infancia, y aunque sabía que intervenir en los procesos naturales de la vida siempre era arriesgado y no se debía hacer, ya había decidido.

Esa noche se parieron dos niños. Dos madres, dos llantos. Niña y varón, pero un solo cordón umbilical. 




IV. La dilatación 



La habían arrancado de la seguridad de su hogar y, entonces fue cuando Virginia reaccionó.
Ella no había sido consciente de la muerte de su madre hasta que tuvo que marcharse. Había permanecido aquellos años desde su muerte, en el letargo de conciencia que su progenitora consideró más adecuado, hasta que una vez pasaran unos años su hija fuese lo suficientemente fuerte para afrontar lo que se le avecinaba una vez ella muriera, y es que ninguna bruja podía hacer uso de su magia si el ascendiente más directo de su linaje no se había marchado de este mundo. 

Y Virginia era aún demasiado joven. Cuando tuvo que marcharse de la cabaña debió de afrontar dos hechos: uno, la muerte de su madre y dos, la gran responsabilidad que ahora tenía en sí misma. Ella no quería hacer daño a nadie, pero sabía que el corazón tiene sus propias leyes y que puede resultar imposible domarlo cuando se desboca.

Una tarde del tercer otoño, próxima al ocaso, la trajo de vuelta, y las lágrimas que cesaron de brotar dieron paso a un suave viento, una ligera brisa que la envolvía en una nube impregnada de un aroma entre floral y almizclado. Sumergida en una paz indescriptible sintió su propia fortaleza y supo que estaba a punto de llegar. De forma incomprensible supo de ese vínculo que, lo quieras o no, está. Fuerte, férreo, irrompible.

Ahora tenía todo el poder y la cabaña la estaba reclamando.

                                                                                 * * * * *

Marcelo llegó a la cabaña casi con lo puesto. Todo, desde hacía un mes, era intrigante y expectante. Sus sueños, sus ensoñaciones, le habían cambiado la vida. Solo necesitaba llegar, llegar de una vez a aquel sombrío lugar, no necesitaba darle vueltas a las cosas que se iba a llevar, sabía que poco iba a necesitar de sus pertenencias. 

- Las necesidades se las inventa uno mismo, solía decirle su compañero de cuarto en la residencia universitaria. 

Siempre le intrigaron esos arranques de sabiduría en ese chico tan, aparentemente, loco y frívolo, que acababa dejándolo boquiabierto con afirmaciones como esta que sentaban cátedra. 

Así que, con esa frase continuamente en su cabeza, hizo las maletas, llevándose exclusivamente ropa y artículos de primera necesidad, entendiendo por estos, algunos libros y toda su colección de música almacenada en su reproductor de mp3. Parecía increíble que décadas de arte musical pudieran caber en algo tan minúsculo. Y su caleidoscopio. Lo había acompañado desde siempre. Era un legado de su abuela, a la que nunca conoció. Desde pequeño había sentido fascinación por la magia de formas y colores y era capaz de pasarse horas contemplando aquel  artilugio. 

Pagó al taxista, que a regañadientes lo había llevado hasta allí desde la aldea. Ahora estaba solo. Con dos maletas en el suelo y una mochila colgada a la espalda, frente a la, contra pronóstico, majestuosa cabaña. Hubiera jurado que en las fotos parecía más pequeña y destartalada. El corazón galopaba desbocado en su pecho, queriendo salirse por su garganta, hasta le temblaban las piernas, pareciera que estaba a punto de conocer a la mujer de sus sueños. Realmente así era. 

Al entrar solo se escuchaba su respiración y el crujir de las maderas bajo sus pies pero aún así, ante tan aplastante soledad, él saludó tímidamente:

- Hola, ya he llegado, al fin me tienes aquí. 

No sucedió nada. Así que con una sonrisa que estaba al borde de convertirse en carcajadas, por los nervios y la excitación de encontrarse al fin allí,  se puso manos a la obra y empezó a acomodarse en su nuevo hogar. Todo estaba limpio y reluciente, listo para empezar a vivir, literalmente hablando. 

A media noche, sumergido en un profundo sueño, vagaba por el bosque tratando de encontrar el manantial, desesperado corría hacia un lado y hacia el otro, estaba perdido, escuchaba atentamente pero no oía el fluir del agua. Todo a su alrededor se había quedado hueco, sordo. 



- ¿Dónde estás?, guíame, tengo que encontrarte, - gritaba una y otra vez como loco.

- Ya no he de llorar más. No temas, ya estoy aquí, - le contestó dulcemente una voz femenina. 

En ese momento despertó. No vio a nadie, pero sabía que seguía allí con él. 





V. El parto

Si hay algo que una bruja no hace nunca es dar explicaciones.

Su comportamiento está siempre perfectamente meditado, reflexionado, medido y calibrado, sabe colocar cada cosa en su momento y cada momento en su lugar, para eso es bruja y habla y escucha a su madre, la naturaleza. Virginia estaba donde debía estar y estaba del modo que a ella le venía en gana, que no era ni más ni menos que el modo natural de las cosas, de sus cosas.  

Marcelo, hombre de ciudad, acostumbrado a vivir del modo que van marcando los cánones, solo se permitía salirse unos milímetros del camino establecido para el hombre maduro en la soledad de su casa, y no siempre, por no tildarse a sí mismo de loco. El hombre maduro suele pensar que no es un verdadero hombre hasta que se ha deshecho por completo del niño que en los comienzos  fue, perdiendo así toda su naturalidad, su inocencia, su capacidad, al fin y al cabo, de maravillarse con lo que le rodea y con las cosas que le suceden y actuando con bondad,  volviéndose así un poco amargado, escéptico y descreído. A Marcelo le había llegado la hora de quitarse sus ropajes urbanitas y convencionales y de quedarse desnudo. Y así, durante los meses que se sucedieron tras su llegada, aprendió a vivir con ella, no solo porque no hubiera otro camino que seguir sino porque era el único que le parecía que era el correcto, y se preguntaba por qué el resto del mundo no se daba cuenta de ello. Vivía dejándose llevar y la libertad y miscelánea se instauraron en su casa y en su vida. Lo mismo una mañana mientras aseaba la habitación lo sorprendía  el maullido incesante de unos pequeños gatos que, de pronto, aparecían en un rincón, y a los cuales debía alimentar y cuidar él mismo, que lo mismo despertaba a media noche sobresaltado, y pensando en un primer momento, que una nave alienígena lo estaba abduciendo con cabaña incluída, porque todo a su alrededor refulgía en azules, rosas, verdes y amarillos, formando de forma secuencial distintas figuras geométricas al igual que su caleidoscopio. Estaba en el interior del mismo, y escuchaba, dentro de su cabeza, exclamaciones de fascinación, tal y como fueron las suyas de niño cuando lo tuvo delante de sus ojos por primera vez. Las risas surgían inesperadas de cualquier parte, inspiradas por cualquier descubrimiento, una expresión desconocida en cualquiera de sus novelas, el contoneo de una salamanquesa que echaba a correr despavorida ante el zarpazo de uno de los pequeños felinos, acompañado de un “¡corre, corre, qué te pilla!” procedente de quién sabía dónde,  carreras nerviosas cuando, sin él siquiera intuirlo, la cogía desprevenida. A veces, ella le recordaba a un pequeño animalito descubriendo el mundo, con esa misma inocencia. Virginia estaba impregnada en todo lo que lo rodeaba, hasta en él mismo. La oía, la olía, la sentía y presentía, la soñaba, en alguna ocasión, hasta creyó tocarla, pero aún no había conseguido verla ni que contestara a sus continuas preguntas e intentos de establecer un diálogo con ella.  

Virginia lo estaba descubriendo a él y él la estaba descubriendo a ella. Que ella lo amara era su forma natural, amar a todo lo demás era inherente a su ser mismo, pero que él la amara a ella fue algo que costó un poco más, ya que Marcelo debía librarse de sus ropajes pesados, hechos a base de costumbres, de prejuicios, de ideas equivocadas. Virginia, en su inocencia, lo sabía, pero no tenía prisa, ninguna prisa, porque las cuestiones del destino llevan su propio pulso, su propio fluir. Marcelo hablaba con ella, incesantemente le preguntaba por su nombre, la primera prueba de que aún no estaba preparado. El nombre no es más que un símbolo, el modo en que los progenitores deciden que su prole camine por el mundo, no es algo propio, sino  impuesto, que deja de tener importancia cuando lo que hay entre manos va más allá de la estrechez del mundo humano.

La niña pequeña parecía ella pero el que estaba aprendiendo era él. Y así lo hizo, como no podía ser de otra manera siendo quién era y eso, Virginia, lo supo en el momento en que su llanto cesó y aquel aroma que llevaba escondida la presencia de Brigitte, su abuela,  se lo susurró.
      
                                                                     * * * * *

Imagen de Karin Rosenthal

Marcelo había olvidado por completo cualquier rastro que pudiese quedar en su memoria  y que pudiera ensombrecer su  vida ahora. Despertó plácidamente al igual que llevaba haciéndolo los tres últimos años. Por las rendijas de los postigos de la ventana entraban los rayos del sol. Pareciera que estaba pendido en el tiempo, mientras observaba como las motas de polvo suspendidas en la luz, inmutables, ajenas, continuaban su camino hacia ninguna parte.



Sintió su calor junto a él, miró a su derecha y allí estaba. Dormía tendida a su lado, hermosa, virginal. Era la primera vez que la veía y, fascinado, pensó que si los ángeles existían debían ser como ella. Desde que llegara a la cabaña, a cada momento, se sorprendía sabiendo cosas que él  no tenía conciencia de haber conocido anteriormente y, justo en ese momento, supo que no era la cabaña, sino ella, ella era la fuente que brotaba caudalosa en sus sueños de ciudad. La noche de su llegada no había comprendido sus palabras. Embargado como estaba aquella noche por la emoción no comprendió, necesitaba todo este tiempo, el tiempo exacto. Y justo ahora, al verla allí, al fin, supo de qué se trataba. Ya estaba preparado, sintió una fortaleza dentro de sí que jamás hubiera imaginado que tenía y, de nuevo, aquel aroma impregnó todo en la habitación.


-          - ¡Despierta!, susurró suavemente al oído de su hermana. ¡Virginia, despierta! ¡Ven, acompáñame! 

A modo de apunte: La piedra

Las piedras en el camino nos
alejan tanto que la mayoría
de las veces no llegamos a saber
de los precipicios. 
OPCIÓN 1

Paseando por el camino que une mi casa con el pueblo, camino desconocido por el que nunca antes había paseado pero que aquel día mis pasos me llevaron a él, hallé justo en su mitad, impidiéndome el paso, una gran piedra. Intenté rodearla a derecha e izquierda, incluso traté de escalarla, me empeñé en pasarla como fuera, y allí perdí tiempo y energías, porque la triste realidad era que no podría seguir mi camino. A mí siempre me han dicho que el camino más corto es el que haces en línea recta, así que con la frustración a cuestas de no haber podido salvar aquel obstáculo, y la culpa que se otorga a aquellos que no vencen en la lucha (tal vez no estaban destinados a vencer, porque ¿quién decide qué es y dónde está la victoria?), busqué otro atajo que me llevara a mi destino. Tardé bastante más tiempo que si hubiese seguido el anterior sendero, pero ¿saben una cosa? No sé qué me hubiera deparado el caminar por el primer camino, pero doy gracias por aquella piedra que se me cruzó porque en mi nuevo derrotero encontré un paisaje de una belleza increíble, unas gentes que se convirtieron unos, en amores y otros, en grandes amigos, y todos me otorgaron momentos que me dieron grandes satisfacciones, tuve problemas, sí, pero quién no los tiene... 

A veces, me pregunto qué habría encontrado tras la piedra, pero procuro no darle mucha importancia, porque gracias a ella he vivido todos esos grandes momentos que se han convertido en lo que es mi vida. 

OPCIÓN 2

Paseando por el camino que une mi casa con el pueblo, camino desconocido por el que nunca antes había paseado pero que aquel día mis pasos me llevaron a él, hallé justo en su mitad, impidiéndome el paso, una gran piedra. Intenté rodearla a derecha e izquierda, incluso traté de escalarla, me empeñé en pasarla como fuera, me aferré a mi piedra, que estaba allí para mí, y perdí mi tiempo y mis energías, porque la triste realidad era que no podría seguir ese camino, que creía el único. Me senté delante de aquella gran mole y lloré y lloré, y mis lágrimas debieron de enternecer el corazón de alguien que no sé..., la piedra mágicamente desapareció. 

Seguí radiante de alegría mi camino, dando las gracias sin saber a quién. Saltando y brincando por tener libre frente a mí el camino que me había empeñado en seguir. Parecía que mis pies volaban  entre salto y salto...,
y lo hicieron, al menos lo intentaron, cuando de improviso me vi cayendo, obedeciendo a la ley de la gravedad, por el inmenso precipicio.

VI. El alumbramiento 

Un presentimiento oscuro la embargó y un tenue ahogo le impedía la respiración. No era la inquietud por su nueva maternidad, no. Miró a su alrededor, y vio a Don Sebastián feliz con su hijo, Tomás, entre los brazos, mientras que su esposa, tendida y sudorosa en cama, musitaba entre sollozos que por qué, por qué no los dejaban morir. Y como una pesada sombra sobre Brigitte cayó el manto de la parca, que siempre se cobra lo que es suyo. Una bruja puede cambiar, modificar, rectificar, enmendar con suma facilidad. 
Tiene en sí misma el poder de cambiar hados, pero sabe que siempre hay un precio que pagar. 

Brigitte tocó el hilo del destino y premió con la vida a un niño que no estaba llamado a vivir.

Recogió a su hija, Dana, y se marchó sin mirar atrás. La enseñó a dominar la magia, pero no a usarla. Debían pagar un precio muy alto por su insensatez. Una bruja sabe que llevar a cabo ciertos actos tiene consecuencias, y ella, guiada por la buenas intenciones, lo había obviado. La buenas intenciones son un reclamo para justificar los errores que cometemos, pero no dejan de ser excusas con las que explicar el por qué nos metemos en donde no nos llaman. Y ahora estaban condenadas... 

                                                                                   * * * * *


El día que Rafael pasó por aquel pueblucho insignificante, no sabía que llevaba en sí mismo el germén de la curación de aquel maleficio. Cuando vio a Dana en el porche de aquella cabaña en mitad de ninguna parte, pensó que había quedado preso de algún hechizo, aunque aquella no era tierra de magia ni océano para sucumbir a un encantamiento o al mismo canto de sirenas, pero allí mismo en aquel momento, cuando ella lo miró, su vida dio un vuelco y allí permaneció con ella, hasta que su verdadera naturaleza resurgió del olvido. Él sabía de magia, de encantamientos, hechizos y brujería. Sus abuelos y antes que estos sus bisabuelos y tatarabuelos habían dominado esas artes en una tierra que no era esta. Pero un desgraciado incidente con una hermana de su madre, siendo niña, llevó a su familia a alejarse de aquellas tierras. Y aunque seguían dominando dicha disciplina, lo hacían con mucha cautela y de un modo subrepticio. La magia no era mala en sí misma, sino el uso que se hacía de ella, por ello, su familia había tomado la decisión de esconderla. Rafael no había heredado el don. Este es sabio y como tal, sabe donde debe manifestarse, y él no era la persona idónea para ello. Pero cuando su tercer hijo, Marcelo, nació, supo de inmediato que sí había venido al mundo con la gracia, pero su avaricia, egoísmo y excesivo apego por los efímeros placeres de lo material y mundano, le impidieron mostrarle el camino que debía seguir y, darle a conocer a las personas que sí podrían ayudarle, las personas con las que debía haber crecido, Dana y su hija, también hermana de Marcelo, Virginia, su verdadera familia. De esta manera, ambos se criaron solos, ella sintiendo un dolor irreal como el dolor que siente el cuerpo por un miembro amputado, como un fantasma, y él, siempre con la apremiante sensación de que se acababa el tiempo, de que llegaría tarde. 


                                                                                     * * * * *



Ellos tenían su lugar en el mundo. Aparte, en una línea paralela que la magia les había otorgado por un breve espacio de tiempo. Virginia pertenecía a ese mundo, Marcelo había tenido que aprender, pero ambos entraron a formar parte de un mismo caminar, de un mismo latir. Todo era correcto. Todo, ahora, estaba en su lugar. 



Imagen de Alain-Laboile

VII. El llanto


-¿Adónde?, respondió Virginia suavemente entre sueños, desperezándose.
- Hace un día espléndido, salgamos fuera a tomar un rato el sol.

Virginia entreabrió los ojos con un medio guiño, lo miró y le sonrió. Lentamente se fue incorporando de la cama en silencio. Ambos salieron al porche. Allí permanecieron largo rato, no se sabe si pasaron dos, tres, cuatro horas, el día entero quizás, ya no necesitaban del tiempo. Este ya los había abandonado, al menos a ella. Virginia lo sabía, Marcelo aún no.

Cuando su necesidad de mostrarse físicamente juntos al mundo se hubo satisfecho, Virginia lo tomó de la mano y entraron a la cabaña. Virginia se agachó y levantó un fragmento de uno de los tablones del suelo justo en mitad de la habitación. Marcelo la miró con fascinación infantil:

- ¡Un tesoro!, exclamó con la cara iluminada. ¿Todo este tiempo ha estado ahí? ¡Qué emocionante!

Ella lo miró brevemente y le lanzó una sonrisa rápida sin prestar mucha atención a sus palabras porque con máximo respeto y ceremonia sacaba del pequeño hueco que había bajo la madera, lo que parecía un caja envuelta en un paño de color violeta.

- ¿Qué es eso?, y de un brinco Marcelo estaba de rodillas a su lado, con la misma emoción de un niño.

Virginia con extrema delicadeza, quitó el paño y abrió la caja. Era una caja simple y tosca de madera. En su interior había dos pequeños fragmentos de algo que parecía piel seca. Ambos llevaban liada una cinta fina de tela en la que había escrita una palabra en un alfabeto que Marcelo no reconoció. Pero como la claridad con la que nace la mañana en un día de verano, su entendimiento se iluminó con el conocimiento de aquel desconocido alfabeto, y las letras se fueron transformando, retorciéndose, sobrescribiéndose a sí mismas, dando lugar a otras conocidas para él. Era el alfabeto usado desde antaño por los druidas y los herederos de sus enseñanzas, entre los cuales estaban ellos. En una cinta ponía Dana, y en la otra Virginia.

- Estas son nuestras raíces Marcelo. Cuando yo no esté tú deberás cuidar de ellas. Cuando un hijo tuyo venga con la gracia, deberás hacer lo mismo que aquí ves con su cordón umbilical. Esta tierra no nos pertenece pero estamos llamados a permanecer en ella y cuidarla, pertenece a la magia, y aquí quiere ella raíces a través de las nuestras. Yo me fui un tiempo, pero solo para hacerte el sitio que necesitabas hasta llegar aquí.

El semblante de Marcelo se fue ensombreciendo a medida que su hermana hablaba. Las palabras de Virginia eran solemnes, pero a pesar del respeto inmenso que le tenía le protestó.

- ¿Cuándo ya no estés?, eso qué significa, dónde vas a ir. Tú estarás aquí conmigo para siempre. No quiero hijos, no quiero a nadie más que no seas tú, Virginia.

Sin embargo, a medida que hablaba y el rostro de Virginia pasaba de la solemnidad a la ternura, sus palabras iban siendo engullidas por la tristeza y la zozobra de ser consciente de que los días de Virginia estaban contados. Desde que Brigitte arrebatara a la Muerte la vida de aquel niño, los días de su linaje eran solo un tiempo prestado por aquella, que las condenó a morir tempranamente, devolviéndole así los años de vida que aquella fatídica noche le habían sido robados.

- Marcelo, es importante que entiendas que es una deuda que debe ser pagada y conmigo quedará la cuenta zanjada. No te aflijas, pues contigo comienzan momentos jubilosos para la magia, limpios, sin deudas, y sabes que yo siempre estaré contigo de un modo u otro.

Mientras trataba de confortarlo con sus palabras veía como una oscuridad se cernía sobre sus ojos y tuvo miedo.

- Marcelo, esto es muy importante, lo sabes. Escúchame, no puedes, no debes hacer nada. Nada de lo que hagas variará el rumbo de lo que ya está escrito. No cometas el mismo error de Brigitte, no trates de rectificar tú el destino que ya está decidido. Es mi culpa, la llevo en mí, y he de cumplir la condena. Por favor, Marcelo...

Él la miró y esbozó una sonrisa. La besó tiernamente, dejándole la mejilla impregnada de su tristeza. Se levantó del suelo y salió fuera, al porche. Y así pasó toda la noche, sentado en el suelo bajo una bóveda celeste que se mostraba negra a pesar del plenilunio. Mientras, Virginia lo miraba tremendamente preocupada a través de los cristales de la ventana. Sabía que estaba luchando consigo mismo y dudaba sobre quién ganaría la batalla, si la responsabilidad que ahora tenía frente a la magia o el amor. Aunque ambos van de la mano, es muy fácil saltarse una en nombre del otro.


                                                                                * * * * *

Cuando Abraham, el nieto de Don Sebastián, hijo de Tomás, abrió los ojos a medianoche, no tuvo tiempo de pestañear siquiera, ni de comprender lo que aquella sombra que se postraba sobre él venía a arrebatarle, una vida que había entrado a ser protagonista en la mesa de juegos. Todo su cuerpo quedó paralizado, como si aquella sombra se le hubiese metido dentro, convirtiendo todo su ser en cemento, tan pesado como el plomo. Sin poder moverse, una suave asfixia lo fue sumiendo en un profundo y eterno sueño.

- Ya tienes lo que desde el principio debiste llevarte, a ellos. Y ahora déjanos en paz, proclamó Marcelo amenazante.

                                                                                 * * * * *

Marcelo se puso en camino de nuevo a la cabaña. Andaba trastornado, había perdido la noción del tiempo y del espacio, dando pasos totalmente desconcertado, jadeante y sudoroso vagó por el bosque largo tiempo. Observó luces en la lejanía. Era la cabaña. Aliviado ya sabía hacia donde dirigirse. Las hojas secas crujían  bajo sus pies. De repente, se levantó un fuerte viento, tan fuerte que apenas podía seguir avanzando, debía asegurar bien cada paso que daba en el suelo para no salir volando. Todo a su alrededor estaba repleto de las hojas que levantaban su vuelo y le golpeaban por todos lados. Las copas de los árboles se movían violentamente y el estruendo era ensordecedor. El hallarse en medio de aquel viento enfurecido le hizo sentirse insignificante y temió por su vida. El viento cesó de golpe, los árboles descansaron de su frenesí y las hojas suavemente fueron cayendo al suelo, él también cayó abatido de rodillas. 

Despuntaban los primeros rayos del sol cuando Marcelo encontró el cuerpo sin vida de Virginia. Se hallaba recostada sobre un lecho de hojas y flores azules. A su alrededor zumbaban decenas de abejas afanadas en su quehacer diario. La estampa era realmente hermosa, como Virginia. 

Dibujo de Ihnma

Epílogo

Existe un lugar, antaño lleno de vida, cubierto de verdes y frondosos árboles en cuyas ramas y cobijados bajo ellas vivían multitud de formas de vida, no solo animal, también vegetal. Un caudaloso río cruzaba esos parajes, con abundante pesca que los lugareños solían aprovechar. Existía una misteriosa cabaña que parecía dotada de vida propia y también, leyendas, cuentos de ancianas que narraban cómo unas personas llegadas de otras tierras, y que pudiendo tener el mundo a sus pies, se labraron su propia desgracia. 

Ese lugar hoy es un lugar inhóspito. Dicen que quien se ha atrevido a entrar en él ha perdido la cordura, muriendo sumido en una profunda tristeza y culpabilidad. Y también dicen que si eres lo suficientemente valiente para acercarte un poco, puedes observar un paisaje de lo más extraño, y aún así, cautivador y bello. Los suelos y toda la vegetación que lo cubre son de color rojo sangre y, si eres más atrevido aún para acercarte un poco más sin sumirte en su melancolía, podrás ver bajar el agua del río, lenta y mansamente, roja incandescente, como una lengua de lava, mientras en su orilla una figura masculina, a los pies de lo que fue un arce negundo, casi mimetizada con el paisaje de alrededor, cabizbaja y de rodillas, vela, día y noche, un montón de hojas rojas secas mezcladas con pétalos de flores de color azul.

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