miércoles, 28 de agosto de 2013

Brujas



III. La gestación 
      Brigitte


Las lágrimas brotaban cristalinas y frías, tan frías como el hielo, tan frías como el interior de su casa, que se había quedado sola, inerte, muerta. Brotaban del corazón mismo del río, que las hacía fluir desordenadas y desbocadas. Locas, locas, sin sentido ni razón. Virginia lloraba a su madre y las lágrimas que traía desde el interior de su pena al lagrimal de sus ojos no eran suficientes. El agua del río dejó de ser utilizada por segunda vez en veintiún años, esta vez no por ira, sino por tristeza y salobridad. Y, de nuevo, en la aldea, se hizo el silencio.


Allí recostada sobre el tronco del arce negundo, cubierta de las hojas que en sus ramas, un otoño, dos y hasta tres veces cambiaron de color, suavemente fueron cayendo sobre su impávido cuerpo.


Virginia, aún era una niña. Así lo había querido la madre.

La madre había dejado a su hija protegida en aquella cabaña. No consideró siquiera que sucediera lo que ahora Virginia estaba sufriendo porque la cabaña, desde que su abuela llegara a la aldea les pertenecía, a su estirpe, era suya, de ellas, era ellas mismas. No pasó a sus manos, ni por premio ni por pago, sino por derecho.


Hacía poco menos de cien años que la abuela de Virginia había llegado a aquellas tierras procedente de otras a las que todo el mundo consideraba de brujas. Ningún habitante de aquella aldea había visitado jamás aquellos lugares, según contaban los viajeros, de misterio, vicio, magia, lenguas y acciones que atentaban contra la decencia y la honradez. La miraban con atención y desdén, aunque la realidad era, que en el fondo de sus corazones lo que sentían era miedo, ese miedo irracional que provoca siempre lo desconocido. El momento de su nacimiento vaticinaba la marcha de su tierra de origen. Ella era la primera bruja que nacía en la familia. Ningún ascendiente del que tuvieran datos lo había sido, nadie había tratado con las fuerzas de la naturaleza antes que ella, por lo que aquello le resultó muy difícil, estaba sola y todo era nuevo. Cualquier emoción que la desbordara lo más mínimo tenía unas consecuencias difíciles de predecir. Como la vez que siendo niña, envidiaba y deseaba con todas sus fuerzas la muñeca de cartón que tenía la desdichada niña que vivía junto a su casa. No eran amigas, Brigitte la detestaba, era presumida, orgullosa, y todo porque había tenido la gran suerte de nacer con la cara cubierta de pequeñas y hermosas pecas que junto con sus rizos color cobre hacían las delicias de todo ser que se topara con su presencia. Ella sentía envidia de la dulzura de sus rasgos y, sobre todo, de sus mechones. A ella le había tocado el color impreciso del castaño, más bien, tirando a claro, pero la hacía estar en tierra de nadie, ni rubia ni pelirroja ni morena. Seguro que había sido por algún apaño que hiciera su hermana, la bruja de la familia, en el momento de la concepción. Quería aquella muñeca, ya que no podía tener sus tirabuzones. Ellas apenas se miraban, el esfuerzo en mostrarse indiferentes una con respecto a otra era tremendo, pero aquel fatídico día, aquella niña osó pavonearse delante de ella. La miró de arriba abajo con una mueca que más que sonrisa era una provocación, la penetró con su mirada casi lasciva, no dijo palabra, se balanceaba con su muñeca en los brazos, riéndose de ella, y ella en sus pensamientos la escuchó:

- Nunca serás tan guapa como yo, y nunca tendrás una muñeca tan bonita como la que tengo yo.

Aquella noche Brigitte durmió junto a la ahora suya preciosa muñeca de cartón mientras el pueblo entero estaba en misión de búsqueda de la dulce niña pelirroja, que llevaba desde la mañana desaparecida. Dos meses estuvo en paradero desconocido. La encontraron una mañana deambulando por el bosque, sin rumbo fijo y con la mirada perdida en no se sabe qué limbo o extraño lugar. Aquello le sirvió de lección. Su culpabilidad no la dejaba dormir, su deseo de que desapareciera del mundo realmente la hizo desaparecer pero ni ella sabía a donde habría enviado a la desdichada, y tampoco pudo disfrutar de su muñeca, porque aquello que es objeto de nuestros deseos también precisa de la exhibición, si carece de esta, el deseo se pierde lentamente como la bruma bajo el sol tibio de la mañana. La magia se aprendía así, como casi todo en la vida, con tristezas y dolor. Su primer principio en la magia sería evitar sentimientos oscuros y nunca hacer el mal y, para poder llevarlo a cabo guardaría para siempre en su memoria la pena que arrastró la madre de aquella niña durante los dos meses que duró la desaparición. Sentía tanta culpa que supo que ese no era el camino que se debía seguir.

Los pies de Brigitte la llevaron a aquel lugar. Hacía tiempo que había aprendido a no cuestionar ninguna de las decisiones que tomaba sin razón: allí había llegado porque allí debía estar. Su avanzado estado de gestación no le impidió hacer el viaje, a veces, a pie, a veces, montada en los carros de los lugareños que encontraba por los caminos. 

La noche en la que se puso de parto, la luna estaba escondida, quizás para no ser cómplice de lo que estaba a punto de suceder. Fuertes golpes aporrearon su puerta al tiempo que se oían unas voces desesperadas:

- ¿Hay alguien ahí? ¡Abra por el amor de dios!

Brigitte abrió la puerta y vio en el umbral los ojos llorosos de un hombre atravesado por el dolor. 

- Acompáñeme, por favor, necesito su ayuda. Me han dicho que la única persona que puede deshacer lo ya hecho es usted. ¿Me puede ayudar?
- Explíqueme por el camino. ¿Es muy lejos?
- No, diez minutos en el carro. 

Durante el trayecto, aguantó los dolores que periódicamente sentía mientras escuchaba con atención lo que Don Sebastián, atropelladamente le contaba. Su esposa también estaba encinta. Hacía poco menos de un año, casi al tiempo de quedar en estado, comenzó a comportarse de un modo extraño. No gustaba de la compañía de otras personas,  ni siquiera de él mismo, puntualizando que ellos se habían casado libremente y enamorados. Pasaba las noches en vela llorando sin cesar. No se hacía cargo de las tareas del hogar, ni siquiera de su higiene personal, hasta que un día la sorprendieron anudando una soga. 

- ¡Gracias al cielo que la cogimos a tiempo!, exclamó. El médico nos ha dicho que se trata de una enfermedad llamada depresión. La ha sobrellevado bien el resto del embarazo pero esta tarde al empezarle los dolores del parto, no sé lo que ha hecho, no se qué ha tomado, pero la partera dice que no siente al niño, no deja de sangrar y balbucea todo el tiempo que no nacerá, no nacerá...


Sus palabras se quebraron en un gemido. Volvió a ver aquella pena de su infancia, y aunque sabía que intervenir en los procesos naturales de la vida siempre era arriesgado y no se debía hacer, ya había decidido.

Esa noche se parieron dos niños. Dos madres, dos llantos. Niña y varón, pero un solo cordón umbilical. 

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